opinión

Carta sobre la tolerancia

Tengo costumbres parecidas a las de Davey aunque cuando mira fútbol, él suele elegir al más débil y yo al que juega más bonito.

. Foto: CEDOC PERFIL

Hace unos días leí en The Guardian una nota de Jon Davey que llevaba el título How do you decide which football team to support as a neutral? Davey, un escocés de Dundee, empieza contando que en su ciudad hay dos clubes, los Hibs y los Hearts, y que él es de los Hibs. Pero la rivalidad entre ellos no es tan enconada como la que divide a los Celtics y los Rangers, los dos grandes clubes de Glasgow, que representan a las comunidades católica y protestante. Con los Hilbs como ejemplo, Davey se educó en la tolerancia y, aunque lo que une a los escoceses es la consigna de que gane cualquiera menos la selección inglesa, él ha llegado a alentar a los enemigos.

Yo tengo costumbres parecidas a las de Davey aunque cuando mira fútbol, él suele elegir al más débil y yo al que juega más bonito. Así, he hinchado por un equipo en el primer tiempo y por otro en el segundo. Algo así me ocurrió leyendo Yo soy el monstruo que habla, el libro de Paul B. Preciado que transcribe una conferencia en París frente a tres mil quinientos psicoanalistas lacanianos enfurecidos. Cuando Preciado nació en Burgos en 1970, se llamaba Beatriz Preciado y tras una larga travesía genérica se convirtió en un hombre trans, identidad que solo acepta como provisoria, algo que queda claro en la primera parte de la conferencia, la que me encontró alentando su divisa. Preciado parte de Kafka y le explica a la audiencia que se siente como el mono ilustrado Pedro el Rojo frente a los guardianes del zoológico y los acusa de ser parte de la psiquiatría represora y asesina que durante más de un siglo no aceptó otra cosa que la rígida división entre hombres y mujeres. Hay un pasaje del texto hermoso, en el que Preciado cuenta su transformación como una búsqueda de la libertad a partir del deseo de escapar de la jaula en la que los otros, en particular los regentes de la salud mental, deciden quién es uno y cuál es su supuesta patología. Su disconformidad y su batalla frente a la opresión social evocan una necesidad universal que interpela a cualquiera que lo escuche. 

Luego llega el entretiempo y Preciado acusa a los psicoanalistas de no estar enterados de un cambio de paradigma en las ciencias naturales y humanas por el cual la llamada diferencia sexual binaria va camino de ser abolida y, junto con ella, caerá en el olvido todo lo que Freud y Lacan dijeron sobre las mujeres, los homosexuales y los trans. Y los exhorta a que dejen de ser “la terapia necesaria para que el sujeto patriarco-colonial pueda seguir funcionando a pesar de sus enormes costes psíquicos y su indescriptible violencia.” Pero en los minutos finales, cuando Preciado reivindica en bloque el tridente #MeToo, #NiUnaMenos, Black Lives Matter”, habla de “cuerpos racializados”, de la lucha contra el cambio climático y le canta a todo lo que suene a izquierda radicalizada, perdió mi empatía: ya no era una persona contra la horda sino parte de una horda diferente, que amenaza con barrerlo todo de un modo más drástico que el de sus obsoletos adversarios. Preciado les concede a los psicoanalistas que, en el fondo, son de los suyos y solo se trata de reeducarlos. Allí bajé la bandera y me fui del estadio. No me pasé a la tribuna de enfrente porque mi consigna es parecida a la de los escoceses: “Que gane cualquiera antes que los lacanianos”.