opinión

Carta abierta a Sebreli

Amistad. Juan José Sebreli, con la autora. “Mi muerte solo existirá para los otros”, dijo el ensayista. Foto: cedoc

Querido Juan José,

Como con otros amigos especiales que ya no están, para despedirme de verdad, necesito hacerlo por escrito. Vicio del oficio, supongo.

Así lo hice con Girri, con Ionesco, con Cioran, con María Kodama.

Y ahora, con vos. La última vez que te vi fue en la presentación del libro sobre tu obra, El incansable polemista, de Carlos Cámpora, en la Biblioteca Nacional.

Estabas débil, transparente, más frágil que nunca. En la “previa” que hubo en el café de abajo, me dijiste que te sentías muy mal. “¿Qué te pasa?”, te miré a los ojos. “Tengo como una niebla en la cabeza”, me dijiste.

Dos días después, te llamé a tu casa y te pregunté si te había gustado la presentación. Era, en verdad, un pretexto para saber cómo estabas. Me respondiste que sí, pero tu tono era extraño y me di cuenta de que –por primera vez desde que nos conocíamos– no tenías ganas de hablar. Fue la última vez que oí tu voz.

En tu velorio, como en todos los velorios, lo que estaba allí no eras vos. Te dejé el ramito de jazmines sobre el corazón porque el intenso perfume de esas flores –tan argentinas– seguramente se elevaría y, acaso, allí, en tu tránsito, en ese Bardo entre-mundos, llegaría hasta vos.

Veo los actuales homenajes que te hacen, todo lo que se escribe sobre vos, y ruego que esos elogios sigan con fuerza también en el futuro, iluminando las cabezas de los jóvenes pensantes que necesitan conocerte.

Que te lean, te interpreten, te admiren, te cuestionen. Que tus reflexiones sean grandes estímulos y guías en materia sociológica, filosófica, política e histórica. Ejemplos de una rebeldía y una iconoclasia fundamentadas en una gran coherencia ética.

Yo solo quiero despedirme aquí del amigo, de la persona: brillante, irónica, vehemente, provocadora, realista. 

Eras ultramental y ultrarracional. No admitías sino las lucubraciones cerebrales, las “verdades” comprobables, la materia. Tu hemisferio izquierdo estaba activo al 100%. Al derecho no lo conocías ni lo querías conocer. Los sentimientos, las intuiciones, la espiritualidad, el esoterismo, no. La metafísica era una palabra que rechazabas. Por eso el realismo mágico y la literatura fantástica no te interesaban. El realismo, solamente.

Pero esto no implicaba la ausencia de una gran sensualidad y una fuerte sensibilidad. Eras pasional, entusiasta, gozabas ante los hechos estéticos, las Artes, la magna Literatura universal, las bellezas arquitectónicas, los viajes.

Te gustaba el chocolate, una copa de champagne, los dulces y las comidas ricas. Las tertulias con amigos y exdiscípulos, las discusiones inteligentes. Te gustaba la ropa linda y de buena calidad también, eras muy coqueto.

También eras melómano y cinéfilo. Disfrutabas cuando hablábamos de las grandes películas, de los grandes directores y actores.

Te definías como un flanneur, porque amabas deambular por Buenos Aires, mirarla en todos sus detalles. El contacto y la observación de la gente, ese voyeurismo que yo tanto entiendo.

En nuestra singular amistad, yo te hablaba justamente de temas a los cuales no estabas acostumbrado. Te hablaba del amor, del alma, de la trascendencia, de la metempsicosis, de los rituales, de todo lo que para vos era “irracional”. Te hablaba de los sentimientos, del romanticismo, de la importancia de las celebraciones, de las Navidades con nieve y con el pino de tres metros de alto que decoraban en mi casa y ante el cual me extasiaba.

Por otra parte, creo haber sido la única amiga mujer que te visitaba con regularidad en los últimos años.

Éramos tan distintos en cuanto a expresividad. Aunque yo lo hiciera, vos jamás pudiste mandarme un beso o un abrazo por teléfono. Jamás pronunciaste la palabra “querer”, aun tratándose de tus mejores amigos. Había siempre una distancia, algo contenido.

Yo, en cambio, me acercaba a vos, te apretaba la mano, te rodeaba los hombros con mi brazo. 

Te preguntaba si me habías extrañado; cosas así ,que debían de dejarte muy desconcertado. Yo lo percibía y me encantaba repetirte todo eso, porque a lo largo de nuestra fraternal amistad te manifesté mis sentires, mi necesidad de un contacto físico, y te hacía preguntas que yo sabía que eran incómodas para una personalidad tan cerebral y poco demostrativa como la tuya.

Pero con el pasar del tiempo, sentí que, en el fondo, no te disgustaban esos gestos y esas palabras cariñosas. De vos no salían, pero creo que aprendiste a recibirlas. Y creo que por algo, cuando te llamaba por teléfono, a veces me lanzabas esos interrogantes, en tono de reproche: “¿Cuándo vas a venir? Hace mucho que no venís”.

Yo interpretaba en esas breves frases la mayor manifestación de afecto que vos podías dar. Y lo agradezco. 

La pasábamos muy bien juntos, nos divertíamos, te hacía reír con disparates e historias de sincronicidades, con anécdotas raras. Amabas París como yo y el hecho de que yo hubiera nacido en un país de Europa, que hubiese cambiado de lengua y que hubiera sido amiga de intelectuales que vos respetabas, pesaba en nuestra relación.

Eras una persona curiosa, todo te interesaba, los avatares que provocaban las ideologías, las guerras, te encantaban las historias personales de la gente. Con vos yo podía conversar de cualquier cosa: no había tema que no se pudiera tocar. No tenías pelos en la lengua y llamabas a las cosas por su nombre. Desfilaban así las preferencias sexuales, los submundos de los encuentros ocasionales, el feminismo, el aborto, el suicidio, la eutanasia. Todo, con naturalidad. Vos me contabas de los amores paralelos de Sartre y Simone de Beauvoir (a quien habías conocido), yo te contaba otras historias de alcoba que te divertían. 

Nuestras tardes tomando el té eran antológicas. Fue triste cuando dejamos de ir a los cafés porque ya no podías caminar y toda la ceremonia sucedía en tu casa. Creo que ese fue tu mayor dolor. De allí, gran parte de tu abatimiento. Recuerdo que cuando caminábamos en la calle la gente te paraba para elogiarte: genio, maestro, ídolo, te decían. ¡Siga así, no se calle!

Nuestro vínculo era genuino, mi relación con vos era desinteresada e incondicional. Creo que nos hacíamos bien el uno al otro. Ambos éramos hijos únicos, ambos sin descendencia, ambos amantes de la libertad. Ambos, vitales, transgresores, escépticos.

Últimamente te cansabas rápidamente y tu memoria inmediata ya era nula. Eso me partía el corazón. Una cabeza como la tuya, permanecer en el pasado con una lucidez y una sagacidad increíbles y, por otro lado, borrar lo relatado en el presente, a los cinco minutos.

Hoy me pregunto: ¿estarías satisfecho con tu vida? ¿Qué te faltó? 

Me dijiste un día que te hubiera gustado ser traducido al inglés, no solo al francés. Cuando te pregunté, en otra ocasión, si te hubiera agradado tener una pareja, me contestaste: “No se dio”.

Se me hace que la decadencia del país también te tenía mal. Hoy, frente a las noticias importantes, lamento que no estés para comentarlas. 

De la muerte y de tu muerte hablamos poco. 

En este momento tengo tu fabuloso libro de memorias entre mis manos. Leo:

“Mi muerte será una realidad de la que no tendré conciencia; solo existirá, en consecuencia, para los otros”.

No solo que existe, sino que nos duele. Y mucho.

Gracias por todo, Maestro y amigo.

 Alina