Apuntes en viaje

Carnaval

Todo el mundo sabía que después venía la cuaresma, el mes y pico de rezaderas para las viejas y de fideos con caballa todos los viernes para los varones de las casas.

Carnaval. Foto: marta toledo

Cuando era chica, durante el carnaval se paraba todo. Pero nadie se iba. En realidad no era muy común “irse de vacaciones”, ni siquiera los ricos del pueblo. Pero los negocios cerraban y las buenas almas empezaban a salir hacia la tardecita, cuando caía el sol y empezaba la fiesta de esos cuatro días locos donde todos podían ser otros. Porque de eso se trataba: atrás de un disfraz improvisado, una simple bolsa en la cabeza (les decíamos “mascaritos”) que resultaba aterradora con los agujeros detrás de los que un par de ojos brillaba cada vez más fuerte a medida que la noche (y el vino) avanzaban; el batón de la madre y dos tetas hechas con trapos y un corpiño también de la madre (qué fascinación que tenían los hombres heterosexuales por vestirse de mujer; o de sus madres); o un antifaz de cartón y lentejuelas... cualquier accesorio inhabitual en un cuerpo bastaba para ser parte del carnaval. Y nadie podía salir de su casa sin un mínimo gesto carnavalesco. 

Todo el mundo sabía que después venía la cuaresma, el mes y pico de rezaderas para las viejas y de fideos con caballa todos los viernes para los varones de las casas. 

Los chicos empezábamos más temprano con la guerra de agua: íbamos y veníamos a las canillas de los patios inflando bombuchas que muchas veces explotaban en las manos antes de lanazarlas, antes de siquiera sacarlas del pico de la canilla. Las acomodábamos con cuidado en un balde y después lo acarreábamos hasta la calle. Y cuando ya no quedaban globos ni plata para seguir comprando, llenábamos directamente el balde y unos tarros viejos de durazno al natural iban dosificando el agua. Había que esconderse atrás de los pilares de la luz o de los árboles y esperar a la víctima. Siempre era más divertido que fuera alguien más grande: una adolescente que se escapaba a la hora de la siesta para encontrarse con el novio; o alguna vieja que iba a lo de otra a tomar mate de té y mirar la novela.

A la noche cambiábamos el agua por nieve y papelitos, nos mezclábamos entre los adultos que llenaban las veredas del centro, carnavaleando mientras iban llegando las comparsas de las ciudades vecinas. El baile se armaba allí mismo, en la misma calle, mezclado el público con las pasistas. El glitter de las bailarinas se desprendía de sus cuerpos, de los besos que nos daban a los niños, y todos quedábamos con algún brillo agarrado a la cara o a la ropa, prendido en el pelo. A mí me daban miedo los mascaritos: una versión modesta del Ku Klux Klan, hecha con bolsas de tela, creo que allí venía la harina, y dos nudos en las puntas que semejaban orejas cortas... y esos huecos en los ojos y la boca, lo más espeluznante: ¿qué había ahí atrás, qué cara escondía la máscara? 

Hay dos fotos de carnaval que me encantan. Una la vi enmarcada en la casa de la abuela de Yani: es la abuela joven, de unos 40 años, vestida con un top que deja un hombro al descubierto y una bombacha, todo de leopardo, una vincha en la cabeza y botas con flecos: está disfrazada de Jane bailando en el carnaval de Villa Diamante. ¿Hay alguien, un niño, con una máscara de gorila o me lo imaginé? 

La otra es una foto de Grillo cuando era chico: disfrazado de domador, lleva una jaula con un gato adentro, van desfilando gato y niño por los carnavales de Villa Ángela.