Brasilia
Al lado del rectángulo de la Biblioteca Nacional hay una especie de cúpula que nace en una plazoleta recortada por espejos de agua perfectamente redondos: es el museo.
Caminamos por la ciudad, que parece deshabitada. Apenas unas pocas personas, casi como si nuestro entorno fuera una maqueta a la que, de tanto en tanto, le pegaran algunos muñequitos para dar la idea de vida. Solamente en las paradas de ómnibus se ven unas decenas de personas. Son las cinco de la tarde y están saliendo del trabajo. De esos edificios enormes, todos iguales, uno atrás del otro, en cuyos costados, en gigantescas placas de metal, se lee Ministerio de tal cosa. Brasilia es una ciudad rarísima. Me da la impresión de estar en un afiche de una película de ciencia ficción de los años 40, alguna en la que una peste arrasó con buena parte de la humanidad o en la que una flota de platillos voladores se chupó a todos los humanos del condado.
El cielo está gris y estuvo lloviendo. Al lado del rectángulo de la Biblioteca Nacional hay una especie de cúpula que nace en una plazoleta recortada por espejos de agua perfectamente redondos: es el museo y también parece una nave interplanetaria. Para entrar a una de las salas hay que subir una escalerita, tal como si siguiéramos el camino de luz de un ovni. En la biblioteca hay una exposición que se llama Eu leitor. La parte de abajo es aburridísima, con líneas de tiempo y fechas, la invención del papel, de la prensa, de la máquina de escribir, etcétera, en una de las paredes; y en la de enfrente otra que marca los hitos de la literatura. Desde Gilgamesh (uno de mis personajes favoritos de mi ídolo Robin Wood aunque, claro, no se están refiriendo a este Gilgamesh. Yo lo pondría en mi línea de tiempo de lectora: pondría todo Robin Wood, todas sus hermosas historias de sumerios, piratas, viajeros del tiempo y tipos simplones como Pepe Sánchez) hasta Paul Auster. Leemos los nombres y las obras y nos damos cuenta de que casi no hay autoras mujeres. Ni brasileñas. Pero en la sala de arriba está lo mejor: varias instalaciones que tienen que ver con la lectura. Una de las que más me gustan consiste en una mesa larguísima con montones de tacitas y platitos de porcelana blanca, una mesa tendida para el té, y en la pared las ilustraciones de Alicia en el país de las maravillas. Mientras rodeás la mesa o te sentás, en un altavoz alguien lee fragmentos de montones de obras de la literatura universal. Pesco al pasar uno de Sangre sabia, de Flannery O’Connor.
Saliendo de allí caminamos unas cuadras hasta la catedral. No me interesan en general las catedrales, pero esta es por supuesto extrañísima: esas puntas que se ven a ras del suelo es la cúpula pues la nave de la catedral es subterránea. Adentro en el altar hay una virgen muy pequeñita y negra: es Nossa Senhora da Aparecida, la patrona de Brasil. Dicen que unos pescadores la rescataron del fondo del río. Unas cuadras más, son largas las cuadras en Brasilia, y llegamos a la plaza de los tres poderes. Antes el Palacio Itamaraty con sus jardines acuáticos. Me impacta la modernidad de los arcos contrastando con los irupés y los juncos que adornan sus jardines. Un pájaro blanco, zancudo y con las plumas muy espumosas anda por la veredita, un signo de vida en este remoto planeta.
A la noche van a mostrarme la forma del plano de Brasilia en el Google Maps. Mis anfitriones dicen que tiene la forma de un avión, aunque Niemayer, el arquitecto que la pensó y construyó en los años 60, decía que tenía forma de mariposa. Si se la mira bien, yo diría que tiene forma de libélula: un aguacil posado sobre cualquiera de las plantas acuáticas de Itamaraty.
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