Brancaleone nunca muere
En el siglo XI, plena Edad Media, en una Italia devastada por la peste negra, por la miseria, por el oscurantismo, por los ataques sarracenos, bizantinos y bárbaros que diezmaban poblaciones, a lo que se sumaban las arbitrariedades de los señores feudales, más las manipulaciones políticas de reyes y cardenales, Brancaleone de Nurcia, un caballero venido muy a menos, se propuso una misión improbable. Recuperar unas tierras cuya supuesta propiedad estaba documentada en un pergamino robado al jefe de un grupo de saqueadores. Con este pretexto arranca La armada Brancaleone, película dirigida en 1964 por Mario Monicelli (1915-2010), gran maestro de la “comedia a la italiana”, género desde el cual dejó títulos memorables (como Los compañeros, Amigos míos, Los desconocidos de siempre, Un burgués pequeño, pequeño y tantos más), además de confirmar su compromiso artístico y político con causas justas y nobles. La armada Brancaleone es una película inspirada de principio a fin, con otro grande, Vittorio Gassman, como protagonista y un grupo de impecables intérpretes, como Gian María Volonté, Enrico María Salerno, Folco Lulli, Catherine Spaak y Bárbara Steele. Lo que el cobardón, mentiroso, ventajero, charlatán y fantasioso Brancaleone llama su “ejército” (armada) está integrado por un escudero ridículo, un viejo y astuto comerciante judío que hará las veces de tesorero o recaudador del grupo, un campesino hambriento y un aldeano fuerte y bruto. En su derrotero conocerán personajes absurdos, vivirán situaciones delirantes, se aliarán con el hijo vago e inútil de un señor feudal para fraguar un autosecuestro fallido, y Brancaleone nunca dejará de fantasear, falsear proezas y seguir prometiendo lo imposible.
Con la colaboración de los geniales Age y Scarpelli, sus guionistas de cabecera, a quienes lo unía una afinidad ideológica y una fraternal amistad, Monicelli proponía en La armada Brancaleone una desmitificación de la caballería heroica de la Edad Media y, como en la mayoría de sus filmes, una mirada crítica que, más allá de la risa, mostrara los males sociales vigentes y sus efectos sobre los sufrientes (esclavos, obreros, ciudadanos, clase media rasa). Muchas de las peripecias medievales que se ven en esta película podrían trasladarse a la modernidad con apenas algunas actualizaciones exteriores. De ahí que en la obra de Monicelli (como en la de Chaplin) a menudo el corazón se encoge detrás de la carcajada.
La armada Brancaleone (que tuvo cuatro años más tarde una secuela, Brancaleone en las cruzadas) venía a mostrar lo que, diez siglos más tarde, sigue siendo real. Los estragos físicos, sociales, vinculares y mentales de la pobreza, la miseria, la desigualdad, la ignorancia y las manipulaciones y transacciones de los poderes políticos, religiosos y económicos. Al mismo tiempo, cada vez que se quiere describir la inoperancia, la torpeza, la irrecuperable y no siempre inocente mala praxis de un equipo de cualquier tipo se lo suele llamar así: una armada Brancaleone.
Hoy tenemos la pandemia de Covid-19, la peste negra de nuestro siglo. Tenemos señores feudales que ya no se llaman así, aunque siguen operando como aquellos de la Edad Media. Se titulan gobernadores, y los ciudadanos de sus provincias no son tales, sino vasallos dependientes de la voluntad de estos señores que pueden eternizarse en sus cargos. Tenemos una sociedad con casi un 50% de pobreza y sobrecogedores bolsones de indigencia, que debería ser impensable tanto después de la era medieval, pero es una realidad aquí y ahora. Los mismos altos poderes de entonces transan, como aquellos, a espaldas de los así llamados ciudadanos, cuyos derechos (en aquellos tiempos inexistentes) son hoy cada día más endebles, aparte de discursos y maquillajes. La indefensión ante el poder está viva.
Asistir a la proyección de La armada Brancaleone (sin dudas un clásico) en un cine durante su estreno, o volver a verla hoy en video provocaba y provoca merecidas risas. Está plagada de diálogos, situaciones y gags siempre inspirados e inolvidables. Como espectadores nos brinda disfrute y un distanciamiento necesario. Ambas cosas desaparecen cuando dejamos de ser espectadores para convertirnos en lo que somos diariamente. Habitantes de un país cuyo destino parece estar en manos de una armada como la de Brancaleone de Nurcia. Cada uno de aquellos personajes podría ser reemplazado por un ministro, por el conductor actual de la armada o por funcionarios menores. Pero no dan risa, sino miedo. Miedo por el futuro, sobre todo por el de nuestros hijos y nietos, por el de una nación que nunca deja de ser una posibilidad insustentable. Y para más, desde este parangón entre película y realidad, es imposible olvidar la secuencia en que Brancaleone, ávido de hacer el amor con Teodora tras larga abstinencia, descubre, cuando ya es imposible huir, que ésta es una voraz amante sadomasoquista. Las buenas películas, como los buenos libros, hablan siempre de nosotros y de nuestra realidad, se sitúen en la época en que sitúen y sean del género que fuesen.
*Escritor y periodista.
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