Borges y el Nobel
Otra vez Borges y el Nobel. Pero ligados de una manera nueva, muy lejos de la discusión infructuosa. Si lo merecía, o fue una discriminación ideológica, si acaso él lo esperaba o le resultaba indiferente. No hay vuelta atrás en vida, y el Nobel no es póstumo. Por otra parte, Borges integra una larga lista de autores célebres que la Academia sueca desconsideró: Tolstoi, Virginia Woolf, Julio Cortázar, James Joyce, Vladimir Nabokov, George Orwell, Juan Rulfo, Anton Chéjov, Fernando Pessoa.
Esta vez la mención del escritor argentino con respecto al galardón es diferente. Emerge de un libro, de la misma ficción. La flamante ganadora del Nobel, Han Kang, opera el resarcimiento. No lo hace como apuesta o parodia. No se sirve de Borges para inmolar a su protagonista. Es un homenaje personal dentro de una novela. Me estoy refiriendo a La clase de griego, historia bellísima donde se encuentran dos solitarios: aquel que está perdiendo la vista con una mujer que invalida su voz. Parece que Kang la escribió después de un bloqueo. Ella misma, autora del éxito precedente, La vegetariana, no pudo escribir durante un tiempo y Borges la despertó del letargo.
Es maravilloso pensar que la lectura nos recompone, nos vuelve a la vida, al lenguaje, a la creación. Le ocurrió al mismo Borges cuando estuvo a punto de morir en 1938 a causa de una septicemia y recobró la conciencia al escuchar a su madre leyéndole una novela de C.S. Lewis. Según cuenta el propio autor, despertó diciendo: “Lloro porque entiendo”.
Han Kang escribió La clase de griego, en cierto sentido, gracias a Borges. Comienza con un personaje que se está quedando ciego y evoca la lápida del autor argentino en el cementerio de Ginebra. No deja de sorprender que la primera palabra de una novela de Corea del Sur sea “Borges”. Empieza así: “Borges le pidió a María Kodama que grabara en su lápida la frase: ‘Él tomó su espada, y colocó el metal desnudo entre los dos’ (de una saga islandesa de fines del siglo XIII). Y como si esto fuera poco, en el diseño de la tapa de la flamante edición hay un laberinto.
Quizá no haber ganado un premio tan institucionalizado le otorgó a Borges libertades inesperadas, como la de permanecer en el mundo eternamente citado.