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Barajar de nuevo

. Foto: CEDOC PERFIL

La ciudadanía, en un día como hoy, manifiesta su voluntad y sobre ella se va construyendo la política que adoptan los gobiernos. Sin embargo, si algo caracterizó a la restauración democrática iniciada en 1983 es que no se pudo, se supo o se quiso armonizar los deseos de paz y desarrollo en un esquema económico que, al menos, no fuera un lastre para los argentinos.

La última década es calificada por los economistas como “perdida”. No es la primera y esperemos sea la última. Hace diez años se estrenaban las PASO y el oficialismo K supo aprovechar su jugada reponiéndose de la derrota de dos años antes, precisamente luego de la crisis de las retenciones móviles y la aparición de una fuerza opositora que más tarde se diluiría. Pero también supo aplicar políticas expansivas que le dieron aire a su propuesta con un 54% pero que pronto tuvieron que empezar a aplicar el freno de emergencia: en la semana siguiente de la victoria electoral el Banco Central comenzó a aplicar el cepo cambiario, primero con la excusa de revisar la situación fiscal de los compradores de divisas, luego desdoblando el mercado cambiario y pisando importaciones, además de quedar en default con los acreedores que no habían entrado en el canje.

Podríamos pensar que se inauguraba una política de Estado en la que las correcciones que debían hacerse a la política económica se postergaban para después de las elecciones siguientes pero que, a su vez, carecían del respaldo político para realizarlas. La resultante de esta década de estancamiento económico general y caída en el ingreso por habitante fue el resurgimiento de una alta tasa de inflación (nunca fue de un dígito anual, la normalidad para el mundo entero), el crecimiento de los índices de pobreza (con subas escalonadas, pero nunca inferior al 27% y con picos de 48%), la fragmentación laboral con un desempleo total moderado pero con precarización en alza y, por último, la profundización de un ahogo externo solo aliviado con ráfagas de ingreso de capitales que se traducían en endeudamiento externo.

A diferencia de la otra “década perdida” para América Latina, la crisis no fue por una causa externa, sino por los profundos desequilibrios de la economía argentina, potenciados por la incapacidad de realizar reformas y moderar expectativas. Aun cuando la pandemia produjo una lógica caída en la actividad, el impacto en la economía local (9,9% en el PBI total de 2020 con respecto a 2019), las proyecciones del Banco Mundial apuntan que recién para 2023 podría llegar al mismo nivel de producción prepandemia, que venía de dos años de recesión, y en 2026 o 2027 el ingreso por habitante podría llegar a ser el mismo que en 2017.

El clima en que se llega a las PASO con que se inaugura un trimestre electoral de alta intensidad no es el mejor, por más que desde julio el Gobierno fue flexibilizando su política monetaria y fiscal, base sobre la cual pudo absorber el tsunami monetario de 2020. Al carecer de crédito externo, las herramientas elegidas para mitigar el rojo fiscal fueron acudir al mercado de deuda interna (Leliqs y compraventa de bonos dolarizados), que cortó en seco el conato de corrida cambiaria en noviembre pasado pero que sembró dudas para lo que podrá pasar una vez que termine la temporada electoral. Es que la sensibilidad del mercado financiero se probó en agosto y lo que va de septiembre: el Banco Central pasó de comprador a vendedor neto de divisas para contener al recalentado dólar “financiero”.

Con los resultados sobre la mesa, la gran incógnita es qué reservas de anabólicos fiscales y monetarios quedarán disponibles para intentar mostrar una mejor cara en las elecciones generales de noviembre. Porque si aún se lograra mantener las variables bajo control, el costo de haber seguido demorando acuerdos para políticas de fondo es que la credibilidad exigirá medidas más drásticas y estas un blindaje político que hoy no se aprecia. Quizás los resultados se expresen por sí mismos con la elocuencia que el diálogo no encontró entre las contrapartes.