Asuntos internos

Aparta de mí ese prólogo

. Foto: Cedoc Perfil

Hace muchos años, cuando Vladimir Nabokov daba clases de literatura rusa en la Universidad de Cornell –esto lo cuenta John Updike, quien asistió a esas clases–, el escritor ruso repartía entre el alumnado un multiple choice que debía responder a la pregunta: ¿qué es necesario para leer una obra literaria? Las respuestas posibles eran muchísimas, e iban desde conocer la vida y obra del autor en cuestión hasta conocer la realidad socio-política del momento en que dicha obra había sido escrita. Nadie, cuenta Updike, ponía una cruz en las únicas respuestas admitidas por Nabokov: 1. Tener un diccionario; 2. Tener cierta capacidad artística; 3. Tener buena memoria. Leer prólogos ni siquiera figuraban entre las opciones.

Alguien dijo una vez que los prólogos que más ansiamos escribir, son para esos libros que no necesitan de nuestros prólogos. Pudo haber sido Georg Christoph Lichtenberg o Eduardo Grüner: en cualquier caso se trató de alguien sabio. Por alguna razón resultan indispensables, pero al mismo tiempo la mayoría de las veces son inútiles. Y no me vengan con los prólogos de Borges a su “Biblioteca Personal”, retóricos y minimalistas, porque son el prototipo de la prescindibilidad. En esos prólogos de Borges, más que en cualquier otro, se nota el carácter asalariado, la obligación, la necesidad de decir algo que no hace falta ser dicho. Tal vez el prólogo debería servir como pista de aterrizaje para desembocar en la obra pocas páginas después, pero la mayoría de las buena sobras trazaron esas pistas por sí solas, nadie se posa sobre ellas sin tener la menor idea de lo que vendrá, y cuando no la tiene, rara vez el prólogo suple esa carencia; a veces agrega confusión, o dirige la mirada y las expectativas hacia el lado equivocado. Y cuando acierta, cuando señala el camino con decisión y claridad, no hacía falta.

No recuerdo haber leído jamás un prólogo antes de internarme en un libro. Algunas veces lo hice después, para abandonar a las pocas líneas. La presentación de la obra a veces es tan innecesaria como que nos reciten el currículum de una persona cada vez que nos la presentan: siempre es preferible que nos vayamos enterando de a poco de quién se trata. Y ni qué decir si encima su currículum nos resulta banal. Los escritores más experimentados y aventureros suelen escribir las obras más pueriles y aburridas, y los que a primera vistan carecen de cualquier excentricidad suelen, a veces, escribir libros verdaderamente extraños y atractivos. En cualquier caso bastarían las palabras con que Thomas Edward Lawrence presentó a Ezra Pound y a Robert Graves en una fiesta: “Robert, Ezra; Ezra, Robert: ódiense”. Pero palabras tan inteligentes solo se pueden decir cuando se conocen a las dos partes, y tratándose de un libro lo más probable es que el prologuista conozca bien –demasiado bien muchas veces– una parte sola. Como la falsa sugerencia del librero que recomienda un libro a una persona que ve por primera vez en su vida y con la cual apenas acaba de intercambiar un saludo.

Sin embargo, conozco un apr de excepciones: el prólogo que César Aira escribió a Los jóvenes visitantes, de Daisy Ashford, es de una belleza inusual. Y el que el propio J. G. Ballard escribió a su novela Crash es doblemente fácil de recordar, porque el prólogo es mucho mejor que el libro. Seguramente hay más prólogos que valen la pena, pero cada vez que alguien recomienda un libro raramente sugiere que antes de sumergirnos en él leamos las palabras liminares. Me refiero a lectores serios, que suelen prestar atención a las cosas que cuentan: por lo visto ellos también se saltan los prólogos.

Y sin embargo, hay cierta obsesión que tiene algo de ritual, de exigencia burocrática. Como si la presencia del prólogo indicara que lo que sigue es algo que requiere de cierta explicación, y que sin él el lector se perdería en los confusos meandros del sentido. Pero eso nunca pasa.