Adiós a los ‘blurbs’
A fines de enero, Sean Manning, joven editor del sello Simon & Schuster, escribió un artículo en la revista Publishers Weekly anunciando que su editorial va a dejar de pedirles a los autores blurbs para sus propios libros. El blurb es una breve descripción de un libro escrito con fines promocionales y suele aparecer en la tapa o en la contratapa, en la publicidad o en la faja de un libro. Aun quienes se hayan topado por primera vez con ese término saben de qué hablo: “La novela más bella que leí este año”, “Una escritora fascinante que merece ser leída”, “Paradigma de una literatura que bordea los síntomas de una intimidad enferma” y tonterías por el estilo. Pero el hecho es que el anuncio de Manning abrió una acalorada discusión en el sector, principalmente en los Estados Unidos (en la Argentina no se discuten esos pormenores, demasiado ocupados en hablar del precio del papel).
Los blurbs, que hasta ahora se consideraban útiles, son detestados por todos: por los autores, que tienen que salir a pedirlos a sus escritores amigos; por los amigos, que se encuentran en la obligación de tener que decir algo sobre un libro que preferirían no leer; por los agentes literarios y los que trabajan en las editoriales, que tienen que escribirles a autores famosos que les caen antipáticos para pedirles que se dignen a leer un libro que seguramente no leerán y que escriban alguna frase estimulante, incluso no estimulante, pero al menos una frase, si son dos mejor.
La cuestión de los blurbs queda resuelta cuando el autor debe lidiar con verdaderos amigos, aquellos que le piden que directamente él escriba lo que le parezca y que luego ellos firmarán. Se trata de una solución expeditiva, pero saludable para ambas partes: todos quedan conformes. Pero para un escritor novel es un dolor de cabeza, por no decir otra cosa, que exige tiempo y acarrea frustraciones, porque seguramente se dirigirá en un comienzo a aquellos escritores que más admira, que seguramente son los mismos que ni siquiera se dignarán a responderle, y luego a los que admira menos, pero están más al alcance de la mano, que deberán hacerse tiempo para leer su libro y luego destilar alguna frase contundente, lo cual implica también una pérdida de tiempo, porque incluso los escritores menos admirados detestan leer cosas que no les interesan y el tiempo no le alcanza a nadie.
Pero el mundo de los blurbs es así, una pérdida de recursos de todo tipo, una usina de preocupaciones y frases hechas, y mentiras que no se sabe a quiénes benefician, porque además, y esto ponía de manifiesto Sean Manning en su artículo, no está probado que tengan alguna utilidad: los críticos no los leen y los lectores suelen deshacerse de la faja apenas salen de la librería (a veces dentro de la librería). Eso sin contar la frustración que significa para el escritor desconocido lograr que un escritor más conocido que él se digne a leerlo: son como esos mendigos a los que los transeúntes ni siquiera se dignan a mirarlos. Porque digan lo que digan las editoriales, los buenos libros siempre escasean. Y es aquí donde entra en juego la última virtud del blurb, que es a su vez su mayor defecto: nadie cree en ellos.
De todos modos, cualquier cosa tiene sus defensores, y los blurbs los tienen, pero el modo en que el mundo editorial salió a aplaudir la decisión de Manning hizo que los tímidos aplausos de los primeros quedaran ahogados por los gritos efervorizados de los segundos, que ahora podrán dedicar su tiempo a cosas más importantes. Entre estos se cuentan los autores, que en vez de salir a recolectar oraciones lisonjeras van a poder dedicarse a lo que verdaderamente les importa, que es escribir. Suponiendo que les importe escribir. Seguramente debe de haber alguno que escriba libros para pavonearse después con los blurbs conseguidos. Sé que suena exagerado, pero créanme que no exagero.