opinión

Adicciones malsanas

El hijo del escritor tomó la posta y creo que hoy hay veintisiete tomos de Dune, sin contar las películas.

. Foto: CEDOC PERFIL

En la época en la que frecuentaba a mi amigo Emir Garza (¿qué habrá sido de él?), siempre lo notaba triste, como si la vida lo hubiese cargado con un peso insoportable. Y, efectivamente, el buen hombre estaba atado a una obligación de la que quería, pero no podía desprenderse: la lectura de Dune, la obra de Frank Herbert. Garza odiaba esos libros y se quejaba de su extensión, pero no podía evitar leerlos. Recuerdo que, después de terminar la trilogía inicial, se enteró de que estaba en prensa un cuarto tomo que no podría eludir. Así fue como, el día de la publicación, ya tenía su ejemplar en las manos, a punto de reiniciar sus trabajos forzados. Con el tiempo, Herbert no paró de publicar continuaciones y precuelas, luego el hijo del escritor tomó la posta y creo que hoy hay veintisiete tomos de Dune, sin contar las películas. Me temo que esa enormidad de páginas impresas le haya terminado de amargar la vida a Garza.

Habida cuenta de la experiencia de mi amigo, siempre me mantuve a prudencial distancia de Dune en todas sus formas, aunque creo haber visto la película de Lynch porque me dijeron que se apartaba mucho del original. Desde entonces me pregunto cómo puede ser que existan libros malos que crean adicción, una adicción que, a diferencia de las más comunes, no genera ningún placer. Sin embargo, a mí me ocurren fenómenos similares a los de Garza con Dune. Sin ir más lejos, la semana pasada me clavé con una trilogía de Len Deighton, la última de las tres trilogías dedicadas al agente secreto inglés Bernard Samson. La primera trilogía tiene títulos tenísticos: Game, Set, Match. La segunda está relacionada con la pesca: Anzuelo, Sedal, Plomada. La tercera con la religión: Fe, esperanza y caridad. Situadas entre 1983 y 1988, es decir, en los últimos años de la Guerra Fría (aunque la tercera se escribió después de la guerra), cuando el imperio soviético se descomponía, pero la KGB aún intentaba las rebuscadas maniobras que hicieron a la fama aventurera de Kim Philby y a la literaria de John Le Carré, en quien Deighton ciertamente se inspira. La serie se basa en una operación con muy baja verosimilitud: Fiona, la esposa de Samson, también espía, se pasa al enemigo. Pero después resulta que era un engaño.

Así, Fiona vuelve del frío en un episodio en el que resulta misteriosamente asesinada su hermana. Al llegar a los últimos volúmenes, Deighton tiene menos interés en resolver el enigma que en mostrar al MI6 como una burocracia cuyos integrantes viven intrigando para obtener mejores puestos y una buena jubilación. Con la excepción del temperamental y brillante Bernie, que ama a dos mujeres, pero más ama la verdad. Sampson, que se educó en Berlín donde su padre era el jefe de los agentes británicos, es el único de sus colegas que no pertenece a la clase alta, de cuyas costumbres y miserias Leighton gusta dar cuenta. En cambio, Samson y Deighton están enamorados de la ciudad y no paran de citar lugares, comidas y costumbres alemanas de preguerra, que el lector desconoce. Estamos hablando de un millar de páginas dedicadas a describir trajes, platos, muebles y decoraciones bajo la apariencia de una novela de espías que culmina en una fiesta de disfraces proustiana. Acaso sus libros no sean tan malos, pero Deighton tiene 96 años y ahora escribe sobre cocina.