El conflicto con los grupos mapuche paraliza la agenda de Gabriel Boric
En lo profundo de la región de la Araucanía, en el sur de Chile, donde las plantaciones de eucalipto generan miles de millones de dólares al año, Carolina Soto se ha convertido en ley. No oficialmente, pero a lo largo de los caminos de tierra alrededor de la antigua escuela en ruinas a la que ella llama hogar, a menudo determina quién entra y sale, qué árboles se pueden talar y dónde se pueden plantar nuevos.
En lo profundo de la región de la Araucanía, en el sur de Chile, donde las plantaciones de eucalipto generan miles de millones de dólares al año, Carolina Soto se ha convertido en ley. No oficialmente, pero a lo largo de los caminos de tierra alrededor de la antigua escuela en ruinas a la que ella llama hogar, a menudo determina quién entra y sale, qué árboles se pueden talar y dónde se pueden plantar nuevos.
Soto es una werken o vocera de los mapuche, un grupo indígena que ha librado una lucha de siglos contra la dominación española y luego chilena. Los mapuches fueron forzados a vivir en reservas y sus tierras confiscadas a fines del siglo XIX. Sus demandas de reparación y autonomía se han hecho más fuertes en los últimos años, con algunos miembros de la comunidad recurriendo a la violencia, el sabotaje y, más recientemente, al robo.
“Esto no es robo”, dice Soto, señalando algunos árboles que planea tomar. “Esto es recuperación”.
Durante generaciones, el abuso de los mapuche, que con alrededor de 1,9 millones representan alrededor del 10% de la población de Chile, ha ensombrecido la prosperidad del país. La región de la Araucanía, donde viven muchos de ellos, es una de las más pobres del país. Durante décadas han exigido el retorno de tierras ancestrales ahora en manos de empresas forestales, agrícolas o descendientes de colonizadores europeos.
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Los grupos mapuche más extremistas han tomado el control efectivo de vastas franjas de territorio en el sur donde el Gobierno y la policía no se atreven a aventurarse. Algunos han comenzado a apuntar a aquellos que ven como “colaboracionistas”, es decir, los mapuche que son empleados como contratistas por empresas forestales. Hasta el momento, 15 personas han muerto en actos de violencia en la región en 2022, de las cuales ocho eran mapuches, según datos recopilados por la cámara empresarial local Multigremial de la Araucanía.
La restauración de los derechos indígenas ha dominado el discurso público, especialmente a medida que Gabriel Boric, el presidente socialista de Chile, de 36 años, adopta el tema como parte de su agenda, prometiendo acelerar la reparación de tierras. El problema es que sus intenciones, o su visión de una sociedad igualitaria con una economía verde y un Gobierno solidario no ha tenido buena acogida entre muchos Mapuches. Muchos no se identifican como chilenos en absoluto, y desconfían de todo lo que venga del Gobierno como paternalista.
El Gobierno de Boric “tenía un nuevo espíritu, pero ese espíritu no se ha plasmado en medidas que sean realmente distintas a lo que se ha visto en nuestros Gobiernos anteriores, entonces parece mucha continuidad y poco cambio todavía”, dice Salvador Millaleo, profesor de derecho de la Universidad de Chile y mapuche. “Tiene una raigambre muy urbana y Santiago-céntrica”.
La violencia en la Araucanía ha aumentando el temor entre cerca del 44% del electorado que no votó por Boric en diciembre pasado, respecto a que que el camino que se aleja del pasado neoliberal del país conducirá al caos, el declive económico y la desinversión.
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“La gente se siente desprotegida y los que cometen la violencia lo hacen con total impunidad”, dice Fuad Chahin. De ascendencia palestina y mapuche, fue diputado por un distrito de la región de la Araucanía —donde casi 1 de cada 5 habitantes es mapuche— de 2010 a 2018. Dice que hace apenas un par de años era seguro manejar por la zona, pero ya no lo es.
El conflicto jugó un papel en el rechazo de deuna nueva Constitución que habría otorgado mayores derechos a los mapuche. La carta, que fue sometida a un referéndum nacional en septiembre, definía a Chile como una entidad política multiétnica. Boric ha mantenido tropas en el sur mientras intenta salvar el proceso constitucional. “Si el Gobierno nos diera un 100% de seguridad de que ya no vamos a estar marginados, que no vamos a ser más apuntados con el dedo ni tampoco apuntados con una metralleta o un fusil. Yo creo que ahí sería (que hablaría)”, dijo Soto. “Primero que nada, tendría que haber una mesa de conversación. Y acá Boric no ha intentado ni por la más mínima de acercarse”.
El área que Soto considera su dominio es el corazón de la industria maderera de Chile, dominada por dos gigantes chilenos, Celulosa Arauco de Empresas Copec SA y Empresas CMPC SA, que tienen ingresos anuales combinados de US$14.000 millones. Muchos mapuches denuncian que las empresas forestales se apoderaron ilegalmente de sus tierras durante la dictadura de Augusto Pinochet, con la aprobación del régimen. Los grafitis por toda la región, “¡Fuera empresas forestales asesinas!”, dejan en claro que las empresas no son bienvenidas en estos días.
“Los carabineros tienen drones arriba toda la noche”, dice Soto. Dice que hace tres años fue detenida y golpeada. Un policía, presionando su bota en su cuello, dislocó su hombro.
Soto dice que su bando usa solo “palos y piedras”, pero ella es parte de Resistencia Mapuche Malleco, un grupo insurgente que dice incluye a 24 comunidades y que recientemente asumió la responsabilidad de un ataque armado a una estación de policía en la ciudad de Victoria.
Hubo 61 ataques a camiones y maquinaria forestal hasta agosto de este año, según la Asociación de Contratistas Forestales, frente a los 50 en todo 2021. En total, se han quemado 231 equipos. Y los ataques se están extendiendo a otras regiones. Corma, una asociación forestal, dice que el robo de madera se ha convertido en una industria de US$100 millones al año.
La violencia en el sur se hace eco de la protestas que estallaron en Santiago hace tres años, cuando un modesto aumento en los precios del transporte público desencadenó demandas por mejores servicios de salud, educación y pensiones. Los manifestantes ondearon la bandera mapuche, mientras que grupos más radicales destrozaron estaciones de metro e iglesias. Fue ese malestar lo que puso a Boric, un exlíder estudiantil, en el radar de muchas personas. Negoció un acuerdo que condujo al intento de reescribir la Constitución y aprovechó la ola de descontento popular para ganar las elecciones presidenciales. Los problemas comenzaron de inmediato.
A pocos días de su toma de posesión en marzo, la entonces ministra del Interior de Boric, Izkia Siches, viajó a territorio mapuche para iniciar un diálogo. Fue recibida con disparos y tuvo que ser llevada a un lugar seguro. Después de que la Constitución no fue aprobada, Siches fue reemplazada por una política más experimentada, Carolina Toha, quien visitó la zona hace poco.
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Solicitando el anonimato por temor a represalias, los propietarios de dos empresas contratistas de madera que trabajan en la región, uno para Arauco y el otra para CMPC, denuncian un fuerte aumento en el vandalismo. Uno dice que su empresa ha perdido 15 piezas de maquinaria por un valor de US$8 millones. Ha tenido que juntar recursos con la asociación comercial de contratistas forestales para comprar seguros. Y las primas siguen subiendo. “Somos el jamón del sándwich entre las forestales y los terroristas”, dice el otro contratista. “Nosotros somos los que pagamos la cuenta”.
A diferencia de los aztecas o los incas, los mapuche nunca tuvieron emperadores. Se unían en acuerdos temporales para luchar contra los españoles y luego se separaban en sus lofs o clanes. Esa estructura se mantiene hasta el día de hoy, lo que significa que el Gobierno no tiene un solo representante con quien negociar. Algunos grupos, generalmente más jóvenes y más marginados, critican a quienes están dispuestos a comprometerse con las autoridades.
Mijael Carbone, un werken mapuche que fue absuelto en 2013 del ataque a un policía, confiesa que en el pasado participó en el sabotaje de maquinaria de empresas forestales y tomó parte en ocupaciones de tierras, pero le preocupa que los líderes mapuche más jóvenes estén yendo demasiado lejos. “No, no, no, nosotros no vamos a atentar en contra trabajadores. Y no vamos a atentar en contra de hermanos chilenos pobres. Nos vamos a atentar en contra de pequeños parceleros”, dice en su casa de Temocuicui. “En esos temas, muchas veces discrepamos con las orgánicas nuevas que van saliendo”.
Mantener el orden público no es el único problema de Boric. La economía muestra signos de contracción a medida que el banco central aumenta las tasas de interés para frenar la creciente inflación. A principios de este año, el peso chileno fue una de las monedas con peor desempeño en Latinoamérica, lo que llevó a una intervención del banco central. El presidente, que logró la victoria de manera aplastante en diciembre pasado, ha visto caer su índice de aprobación al 35%.
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Una encuesta publicada en agosto por el Centro de Estudios Públicos mostró que muchos chilenos creen que el país necesita hacer alguna forma de restitución a los mapuche. Se les han cedido unas 500.000 hectáreas de tierra desde principios de la década de 1990. Pero la Araucanía, donde se concentra la violencia, cubre 3,2 millones de hectáreas, un área más grande que Bélgica. Algunas de las tierras devueltas están en ciudades o pueblos donde los ocupantes actuales no pueden ser desalojados. Y los acuerdos con los mapuche no especifican qué individuos obtienen la tierra y cuánto de ella.
Víctor Melinao, un empresario mapuche de 50 años que vive en Temuco, la capital de la Araucanía, se opone a las concesiones de tierras. “Me enseñaron que si querías un terreno, lo comprabas”, dice. “Lo que no entienden algunos líderes es que perdimos la guerra. Y creo que el Estado ha sido muy generoso al tratar de restituir la tierra”.
Estas no son opiniones populares entre sus vecinos. Melinao es dueño de un hotel que ha sido bombardeado dos veces en los últimos meses. Acusa a sus vecinos, una comunidad mapuche, y dice que quieren extorsionarlo con entre 500.000 y 1,5 millones de pesos (entre US$529 y US$1.589 dólares) al mes.
Una clara mañana de agosto, la policía, vestida con uniformes completos de combate, detuvo nuestro automóvil en la carretera cerca de la casa de la werken Soto. Nos bloquearon el paso, diciéndonos que grupos mapuches estaban disparando a los autos que pasaban. A través de WhatsApp y en su página de Facebook, Soto pintó una imagen diferente, diciendo que la policía había venido a desalojarla. Poco después, la policía se fue y ella regresó a su casa para “seguir la lucha”, dijo.
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