Doctora en Educación, magíster y especialista en Didáctica y licenciada en Ciencias de la Educación por la Universidad de Buenos Aires (UBA) y miembro del Consejo Nacional de Calidad de la Educación de Argentina, Mariana Maggio se especializa en educación y tecnología. Docente de Educación y Tecnologías y directora de la Maestría de Especialización en Tecnología Educativa de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, Maggio participó esta semana de Agenda Académica, la sección de Perfil para investigadores y docentes universitarios.
—Usted acaba de publicar Crianza poderosa, un muy interesante ensayo que se presenta con el subtítulo “Juntar fuerzas para educar en un mundo saturado de pantallas”. Esa frase resume el enorme desafío que tienen los padres en la actualidad, en esta nueva era de adicción a las redes sociales. El libro comienza con una serie de preguntas muy inquietantes, que quisiera retomar para iniciar esta entrevista: ¿Qué sucede cuando dejamos a las chicas y los chicos solos con las pantallas? ¿Quién los cuida mientras están ahí? ¿Eso es lo que elegimos para la crianza? ¿Vamos a educar nosotros o dejaremos que lo hagan los algoritmos?
—Hay una manera de empezar a acercarnos a las respuestas. Porque estas preguntas tienen que ver con entender qué nos pasó como sociedad. Si uno se ubica en el cambio de siglo, era bastante lógico encontrar algún tipo de dispositivo que circulaba hace un par de décadas. Tenía que ver con alguna pantalla y estaba relacionado con el mundo de los videojuegos. Pero ahora hay un cambio muy concreto, que tiene que ver con internet. Internet empieza, bastante pronto, a abrirles a los chicos y a las chicas un mundo donde lo que viene es muy atractivo en términos de juegos, de música, de imágenes, y en algunos casos, en términos de libros. Y todo eso todavía estaba en esa vieja PC, que tal vez teníamos en el comedor de la casa y era la única computadora familiar. La generalización de los dispositivos empieza a ocurrir más hacia la segunda década de este siglo. Eso cambia las reglas del juego. Aparecen muchas pantallas en la casa. Yo publiqué en 2012 un libro que se llama Enriquecer la enseñanza. Los ambientes de alta disposición tecnológica como oportunidad. Alta disposición, incluso más que una pantalla a disposición de los chicos y las chicas. Y ahí ya empezamos a ver cosas distintas. Por ejemplo, que en esa pantalla más pequeña y móvil, los chicos se podían ir con el dispositivo al dormitorio. Y un evento, que había tenido un inicio público, se convierte en un acto privado. ¿Qué pasa, entonces? Atrás de esa pantalla está el mundo, con todo lo bueno y todo lo malo. Y ahí ya empieza a salir de nuestro radar. La cosa se va complejizando, no solo en el sentido que tiene que ver con la tecnología, sino también con la incorporación mucho más intensa de las madres al mundo del trabajo. Mujeres que estamos un montón de horas afuera de nuestras casas, con chicos que no van al espacio público porque no estamos tranquilos. Y con trabajos y escuelas que quedan muy lejos de la casa. Y agreguemos una pandemia, en una situación de encierro, en la que prácticamente todas las actividades más importantes de nuestra vida pasaban por la pantalla, incluso la educación. Entonces pensamos que el sistema podía seguir funcionando cuando no hay inclusión digital. No todos tenían inclusión digital, porque los que siguieron aprendiendo y enseñando, eran los que estaban conectados. Entonces vino una aceleración tremenda en términos de desarrollo tecnológico. Vino una vida mucho más rara en el marco de la pandemia, que tenía que ver con el encierro. Y vinieron muchos cambios que se dieron en el mundo del trabajo, del juego, de la cultura y también de la educación. Franco Berardi habla de una mutación: no salimos igual de la pandemia igual que éramos cuando entramos. Los chicos ganaron tremenda autonomía respecto a las pantallas, entre otras cosas, porque les dijimos que tenían que usarla para estudiar, para hacer la tarea, para que los evalúen, y para estar conectado con su docente. Y cuando salimos, empezamos a registrar que la situación era mucho más compleja. En la pregunta, además, se hacía referencia a las redes sociales, que son uno de los lugares donde más se mueven los chicos y las chicas de todas las edades, incluso los muy pequeños. Y las redes sociales no fueron concebidas para ellos, incluso hay limitaciones de edad. Sin embargo están ahí. También en plataformas educativas, también en el mundo del juego. Y esto viene acompañado por una saturación nuestra, que no es solo tecnológica. Byung-Chul Han diría que tiene que ver con el cansancio, tiene que ver con el exceso de actividades y de trabajo, y tiene que ver con el consumo y con nuestras propias conductas adictivas de cara a la pantalla. Es como una tormenta perfecta. Entonces, encontramos situaciones donde niños y niñas desde muy temprano tienen un dispositivo en la mano. Es un dispositivo que escapa, no solo al control, sino también a nuestras posibilidades de educar. Y que tiene lógicas que no necesariamente son las que nosotros elegimos para educar a nuestros hijos y nuestras hijas. Y pensamos en prohibirlos en la escuela, pero somos los adultos de la familia, los que estamos comprando esas tecnologías y poniéndola en manos de los chicos. A diferencia de otros momentos donde el Estado compraba máquinas educativas, en este momento, son las familias las que compran los celulares. Esos chicos que no pueden usar el celular en el ámbito de la escuela, salen del colegio y en ese mismo momento están en la puerta del colegio, por ejemplo, apostando. Y eso queda en una zona donde nadie está educando. Quedan bastantes contradicciones, y bastantes preocupaciones genuinas. Las alternativas no son sencillas, porque entre otras cosas tienen que ver con reconocernos a nosotros en este mundo sobrecargado y sobreexigido, en el que estamos en un mundo digital que a veces no nos permite tener tiempo para mirar nuestros hijos a los ojos y conversar. O, lo que sería mejor, salir a la calle, dar una vuelta y reconocer que el mundo es mucho más que esta burbuja que nos ofrece la pantalla. Si los chicos pasan muchas horas por día con dispositivos tecnológicos, incluso en aquellos casos en los que hay restricciones en la escuela, debemos preguntarnos quién educa a nuestros hijos cuando están con el celular. Porque el problema no es que saquemos el tema de la escuela, sino que no lo asumimos en casa. En casa es como un salvavidas. Un salvavidas en muchos sentidos: estoy ocupado, y le doy el celular a mi hijo para que se entretenga. Va caminando hasta lo de la abuela, y lo voy siguiendo con el celular. Va a comprar algo, y le trasfiero al celular desde una billetera virtual. O sea, el celular es un salvavidas pero después decimos que es malísimo. ¿Cómo lo desarmamos? Yo creo que hay que hacer un análisis ordenado sobre qué queremos educar y cómo queremos educar.

—En Crianza poderosa, usted también presenta estudios que plantean los dilemas de la educación actual, en medio de la fuerte presencia de la digitalización. Es interesante pensar en ese debate, precisamente cuando el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires acaba de dictaminar una resolución que prohíbe el uso de celulares en las escuelas. ¿Qué piensa usted de esa medida?
—Creo que hay bastante acuerdo respecto de que hay ventajas en la tecnología que permiten, por ejemplo, la posibilidad de entender que una noticia es falsa. O también trabajar con mapas satelitales, o recorrer un museo virtual, o generar un trabajo de colaboración con una escuela que está en Jujuy o en Francia. Hay algo del conocimiento contemporáneo que tiene una trama de tecnologías digitales y creo que el riesgo que corremos es que cuando sacamos todo eso, estamos ofreciendo una educación que es propia de otro tiempo. Porque eso tiene resonancias en términos de oportunidades presentes y futuras. Y eso nos corre de la obligación de educar. Incluso, en las situaciones más explícitas de regulaciones que se están haciendo en este momento, hay algo que es el espacio pedagógico y el derecho que tenemos los docentes de decidir qué hacer frente a determinados contenidos curriculares, que requieren una trama de tecnologías para ser enseñados. Nosotros necesitamos contar con esto. Por otro lado, yo creo que la prohibición es de corto alcance, lo estamos viendo en situaciones donde los chicos dicen cosas bastante raras en el aula. Por ejemplo, cuando un chico te dice que es mejor que restrinjan el celular porque entonces su familia no lo llama o no le manda mensajes cuando está en la escuela. Muchas veces es la propia familia la que manda mensajes a su hijo y después pide que se prohíba el celular. O también vemos situaciones en las que los chicos llevan dos teléfonos, dejan uno en la caja y el otro lo usan en el aula. O situaciones en las que los chicos salen del colegio y ya no caminan con sus compañeros, sino que están desesperados por agarrar el celular y ver qué pasó en las cuatro horas en las que estuvo viviendo casi en otra realidad. Hay una serie de cuestiones que necesitan un mejor armado educativo. También hay un movimiento que se produce en este momento, que tiene que ver con lo que podríamos llamar tecnologías digitales emergentes. Por ejemplo, la inteligencia artificial generativa, que es de una complejidad tal, que si no se aprende en la escuela difícilmente se vaya a aprender en otro lado. La pregunta que debemos plantear es: ¿queremos que sean contenidos curriculares de la enseñanza básica? Vamos a tener que encontrar una definición, probablemente, de otras características para que después no digamos dentro de unos años, que en Suecia todos los chicos están certificados en inteligencia artificial generativa cuando terminan el secundario pero en Argentina no lo logramos. Y hay un punto que quiero marcar con más fuerza. En este mundo, estar incluido digitalmente o no estarlo, es una condición de inclusión o de exclusión. Hay muchos chicos y chicas en este país que todavía no tienen dispositivos, o que no tienen ni siquiera conexión a internet. Esos chicos, que consideramos que son alrededor de un millón, son los que en la pandemia se quedaron completamente desconectados. Yo creo que es muy difícil formar a un ciudadano y darle todas las condiciones que requiere un mundo tan complejo para una inclusión plena, si no se garantiza el derecho a la inclusión digital, que está profundamente conectado con el derecho fundamental a la educación. No tenemos que distraernos, porque muchas veces estos posicionamientos vienen de países centrales, o vienen de escuelas de elite. No perdamos de vista que hay una cuestión de derechos que también tenemos que atender. Supongamos que mañana hay otra pandemia, esperemos que no suceda, pero si eso pasa: ¿qué les vamos a decir a los chicos? Que está buenísimo que agarren las pantallas porque los vamos a educar con pantallas. En el campo de la tecnología educativa, y con una historia de varias décadas encima, puedo decir que tenemos que escapar de las posiciones binarias, del blanco o negro y del bueno o malo. En un momento decíamos que éramos eco apocalípticos e integrados, tecnófobos y tecnofílicos, porque cada momento tiene su manera de reconocer estas posiciones que son binarias y que dificultan el análisis, que es mucho más complejo.
—En Enriquecer la enseñanza, un libro que mencionó más adelante, se planteaba la idea de que la tecnología puede favorecer a la calidad educativa y se documentan ejemplos concretos de casos en los que la innovación pudo ser un puente hacia la mejora en la enseñanza. Ya hablamos de lo perjudicial que puede ser la tecnología para la educación, ¿cuáles pueden ser los beneficios que conlleva?
—Ese libro ya tiene 12 años, pero siguiendo esa línea, creo que hay una oportunidad de construir conocimiento en entornos de colaboración, que es como se construye el conocimiento contemporáneamente. El mejor modo de hacerlo es en entornos tecnológicos. Eso no quiere decir que no se pueda hacer de otra manera, pero es mucho más difícil. Cuando hablo de colaboración intrainstitucional, es algo que podría hacerse con una estrategia muy potente con baja intensidad tecnológica, pero cuando hablás de relacionarte con otras escuelas, con el municipio, con los museos, con las fábricas, con el sistema de salud, por ejemplo, para abordar un proyecto con un problema genuino de la realidad y resolverlo, es difícil pensar en lograr hacer eso sin tecnología. Por ejemplo, te podés comunicar con un investigador en un instituto que está analizando determinadas plagas para resolver una situación que afecta a las familias agricultoras en términos de contaminación. Esos proyectos se hacen en Latinoamérica. Hay escuelas rurales que trabajan en esta línea, pero tienen que tener conexión. O experiencias que para mejorar la enseñanza de una segunda lengua se comunican con universidades en otros continentes para que lean en idioma nativo. Hay experiencias de todo tipo, entonces ¿por qué renunciaríamos a darla? Porque no somos capaces de generar un encuadre en el que los chicos entiendan que si ahora no se puede usar el celular, no se puede usar el celular. O sea, hay un problema con la renuncia a la cultura contemporánea. Pero eso requiere construir conocimiento en red, generar proyectos que implican intervenciones sociales, tener participación en el debate público con posiciones que se construyen desde las instituciones educativas, incluido en el escenario de las redes. Tal vez el énfasis que yo pondría en enriquecer la enseñanza, es el carácter original del conocimiento que se puede construir en la escuela. Primero, porque hay un eje de colaboración importante a través de los entornos tecnológicos. Segundo, porque tenés la actualización disciplinar en la palma de la mano, con un buen docente que te ayuda a llegar ahí. Y tercero, porque para lo que no sé, ya sabemos que está la inteligencia artificial generativa. Con estas tramas, que son profundamente digitales, pero también profundamente humanas, hay que poner la creación, la transformación y la intervención, pero pensando en una trama educativa. Nadie va por ese camino jugando solo en una plataforma.

—En Reinventar la clase en la universidad, usted advierte que la clase universitaria mantiene el formato del siglo pasado, algo que ya no tiene sentido porque las tecnologías digitales transformaron los modos en que se construyen conocimientos y, cada vez más, se expanden canales de video y acceso a contenidos en línea, incluyendo conferencias y tutoriales. Se trata de un proceso que modificó la propia forma de estudiar en la universidad. ¿Es hora de repensar la forma de enseñar en las universidades?
—Sí. Ese libro lo escribí en 2018 y tiene dos pilares. El primero es que están cambiando las formas en que se construye el conocimiento. Y el segundo es que están cambiando los sujetos que educamos en este marco. Es lo que Alessandro Baricco llama la revolución mental de este tiempo. Hubo transformaciones disciplinarias y transformaciones en la subjetividad, pero seguiríamos enseñando igual que antes. Ssiguiendo el trabajo de Michelle Serrés y específicamente el libro Pulgarcita, tenemos que generar un proceso de reinvención. De reinvención de la práctica. Una práctica que reconozca que la gente que está en el aula está online y offline, está acá, pero al mismo tiempo está en otro lado. Que es gente que está documentando todo lo que está sucediendo, incluso grabando la clase para escucharla cuando tenga ganas. Gente que está acostumbrada a consumir objetos culturales que tienen formas alteradas, tanto los videojuegos como estas series contemporáneas que saltan en el tiempo. Y gente que no usa una sola aplicación, sino que usa diez aplicaciones al mismo tiempo. Pero, si reinventamos, desde dónde lo hacemos. Desde reconocer todos estos fenómenos que son tendencias culturales que están cambiando. Yo planteé esto antes de la pandemia. Y eso tuvo y tiene muchas expresiones en muchas universidades, incluso muchos institutos superiores de formación docente, en los que vamos a trabajar en procesos de rediseño, que no tenían posiciones hegemónicas, al contrario, eran bastante marginales. Porque llegó la pandemia y se produjo un momento bien interesante para pensar qué era lo que detenía nuestras posibilidades de rediseñar. Pensábamos que el espacio, las aulas, se siguen construyendo con esta imagen de aula clásica, con el tiempo muy fragmentado, muy organizado por la burocracia escolar. Una manera de concebir la enseñanza curricular totalmente acumulativa, que también viene de otro tiempo. Y de la mañana de la noche todo eso explotó. El edificio se diluyó. Y vimos que podemos enseñar en algo que no son edificios físicos. El tiempo también explotó por el aire. Nadie tenía muy clara la noción de un tiempo que había dejado de estar contenido en el edificio. La enseñanza curricular cambió y la forma de enseñar también cambió. Y hubo una revolución con las evaluaciones porque pensábamos que no se podía evaluar si no se controlaba la evaluación. Y hubo una revolución en las plataformas digitales, que en muchos casos se usaron como repositorios. Después hubo un énfasis en lo sincrónico, que reproduce el modelo clásico y, casi en la salida de la pandemia, vimos mucha más experimentalidad. Abramos los laboratorios, hagamos burbujas, que vengan en grupos. Ese fue un gran momento desde el punto de vista de la innovación. Pero luego de todo eso, no diría que volvimos a foja cero, pero mucho de eso se perdió. Y ahora vemos una cosa increíble de la historia, que es el despliegue masivo de la inteligencia artificial generativa, que genera casi un golpe parecido al de la pandemia. Porque hackea el sistema educativo en su corazón, que es la evaluación. Hoy cualquier estudiante ya se dio cuenta que, en términos generales, un poquito mejor o un poquito peor, la evaluación se resuelve con inteligencia artificial generativa. Entonces, ese salto de rediseño que no alcanzó con una pandemia, tal vez en este momento tengamos una gran oportunidad para rediseñarlo. Es muy interesante el momento.
—Esta sección se llama Agenda Académica porque propone brindarle a docentes e investigadores un espacio en los medios masivos de comunicación para que difundan sus trabajos. La última pregunta tiene que ver, precisamente, con el objeto de estudio: ¿por qué decidió especializarse en educación y tecnología?
—Porque en el año 1987, cuando estaba en tercer año de la carrera de Ciencias de la Educación, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, que en ese momento todavía se cursaba en el edificio de la calle Marcelo T. de Alvear y Uriburu, fui a una clase de Edith Litwin, que fue mi maestra, y en esa primera clase dije: “Yo voy a dedicarme a lo que ella se dedica.” Ella se dedicaba a la tecnología educativa. En ese edificio, que era el edificio de una ex maternidad, yo fui parida intelectualmente. Pero me asusté, pensé que era mucho, era una materia optativa y que la podía hacer al año siguiente, entonces falté la segunda clase. Y, en esa semana, mis compañeros que sí habían ido a esa clase, solo hablaban de esa segunda clase. Entonces volví y Edith fue mi maestra a lo largo de décadas. Yo elegí este campo por ella. Ella representa todo lo que yo denomino enseñanza poderosa. Son los maestros memorables, esos que te cambian la vida. Edith falleció ya hace años. Y yo soy profesora titular de esa materia, que ella creó. Estoy acá con la fuerza de la enseñanza poderosa.