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23 muertos y 110 heridos

La Justicia cambia y Mario Firmenich deberá declarar por la masacre en el comedor policial

Por qué hasta ahora la Justicia nunca quiso investigar el atentado más sangriento de los 70. Y por qué ese bombazo fue un hecho terrorista, algo que muchos todavía les cuesta aceptar

Atentado comedor policía
Atentado comedor policía | CEDOC Perfil

En un giro histórico, la Cámara Federal porteña sostuvo hoy que el atentado de Montoneros del 2 de julio de 1976 no está prescripto, que se trató de una grave violación a los derechos humanos, que el Estado tiene la obligación de dar una respuesta a las víctimas y que el jefe de aquel grupo guerrillero, Mario Firmenich, deberá declarar ante la Justicia.

Pero, ¿por qué la Justicia nunca investigó este hecho, ni en dictadura ni en democracia? ¿Cómo puede ser que a nadie se le haya ocurrido escribir sobre este tema? ¿Por qué tendemos a olvidar —más bien a perdonar, olvidando— algunos hechos tan crueles de los 70?

Veintitrés muertos y ciento diez heridos, el atentado más sangriento de la historia argentina hasta la voladura de la AMIA, en 1994; con una víctima fatal más que el ataque a la embajada de Israel. Por lo demás, una perfecta operación de Inteligencia de Montoneros contra el núcleo duro de la represión policial a la guerrilla.

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Este hecho ocurrió el viernes 2 de julio de 1976 a las 13,20 horas, cuando explotó una bomba vietnamita en el comedor de la Superintendencia de Seguridad Federal, en la calle Moreno al 1400, a una cuadra del Departamento Central de la Policía Federal, seis del Congreso y diez de la Casa Rosada.

Las víctimas estaban comiendo los platos buenos, abundantes y baratos del comedor, que también estaba abierto a empleados de negocios y empresas del barrio.

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Montoneros decía que buscaba eliminar preferentemente al personal superior de la Policía, en tanto “centro de gravedad” de la represión ilegal de la dictadura, pero de los veintitrés muertos solos dos eran oficiales y de muy baja graduación. Seis de las víctimas ni siquiera cumplían funciones policiales, entre ellas una empleada de la empresa estatal YPF, que estaba comiendo con una amiga.

Es que los jefes policiales comían en sus despachos o en restaurantes de la zona, o se iban a sus casas, ya que tenían horarios más laxos.

Seguridad Federal en sí no era un organismo muy apreciado por los porteños. Primero como Coordinación Federal —“Coordina” en la jerga— y luego con su nombre definitivo, fue la “política” de todos los gobiernos luego de la creación de la Policía Federal, que comenzó a funcionar el 1° de enero de 1945.

Hacia 1976, en casi todos los gobiernos anteriores a la última dictadura —hubo notorias excepciones— se había torturado allí a disidentes políticos, sindicales y sociales. Por ejemplo, en las primeras presidencias del general Juan Domingo Perón, entre 1946 y 1955, que siempre tuvo una preferencia por la Policía Federal.

Al momento del atentado, hacía más de tres meses que la dictadura había comenzado y el comedor estaba localizado en la planta baja de un edificio en el cual ya había celdas diminutas —¨tubos”— en un par de pisos, ocultas al público y a la mayoría del personal policial; allí se torturaba a detenidos que no estaban asentados en el registro oficial de presos, según comprobó el Nunca Más, el informe final de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep).

Pero, a pesar de que Seguridad Federal era visto por muchos como un lugar tenebroso, oscuro, de esos que era mejor no conocer nunca, la voladura del comedor no provocó ninguna algarabía popular; por el contrario, fue visto como un ataque terrorista que mató e hirió a un montón de gente que en el momento del ataque estaba almorzando, indefensa.

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Este punto abre un debate que los ex guerrilleros y sus simpatizantes evitan como la peste: si quienes son bautizados por el relato oficial como “jóvenes idealistas” o “militantes” practicaron o no actos de terrorismo, si fueron o no terroristas.

Y ese es uno de los motivos principales por los que este tema había quedado fuera del radar de los libros sobre los 70.

Sobre el terrorismo de Estado de la dictadura ya se ha escrito y hablado mucho, y es una frase que no se discute, pero lo que podríamos llamar el terrorismo civil de las guerrillas es una calificación que no se usa tanto en el debate público.

Es que la palabra terrorismo impugna ya de por sí a la persona o al grupo al que se la aplica; lo estigmatiza. Integra el grupo de palabras que son muy útiles para los textos militantes o de facción, pero no para los escritos periodísticos, que aspiran a atraer lectores de todos los bandos y a desentrañar lo que pasó, más allá de los juicios de valor.

Como periodista y escritor, no uso la palabra “terrorismo” porque siento que tiene una carga negativa muy fuerte, que contamina de antemano cualquier crónica o análisis. Evito la frase “terrorismo de Estado” por el mismo motivo.

Pero en el análisis no se puede esquivar una pregunta obvia: la bomba al comedor policial, ¿fue un acto de terrorismo o no?

En principio, una bomba es la firma, el autógrafo, del terrorismo; el símbolo de una acción destinada a provocar el terror en un grupo numeroso de personas. Pero, no era eso lo que pregonaba la “doctrina del explosivo” desarrollada por Montoneros.

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Avancemos acá un poco más sobre este concepto, tan polémico, que solo utilicé en la Introducción del libro. Acerca del terrorismo existen muchísimas definiciones; tantas que en las Naciones Unidas no logran ponerse de acuerdo en una sola a pesar de los esfuerzos que vienen realizando desde su fundación, en 1945.

En 1988, los expertos globales Alex Schmid y Albert Jongman analizaron ciento nueve definiciones sobre terrorismo y encontraron que la violencia como medio figuraba en el 83,5 % de los conceptos; el carácter político del hecho, en el 65%, y el propósito de provocar miedo y terror, en el 51%.

Fue un avance porque descubrieron tres elementos comunes a todas esas definiciones: el uso de la violencia, de carácter político y con la intención de sembrar miedo y terror.

En su libro Terrorismo Político, Schmid y Jongman lanzaron la definición que más consenso despierta en el mundo académico: “Es un método que produce angustia basado en una acción violenta repetida por parte de individuos, grupos o agentes del Estado, de forma (semi) clandestina, por razones idiosincrásicas, criminales o políticas, donde —a diferencia del asesinato— el objetivo inmediato de la violencia no es el objetivo final. Las víctimas humanas de la violencia son elegidas al azar (blancos de oportunidad) o de forma selectiva (blancos simbólicos o representativos), y se utilizan como generadoras de un mensaje terrorista. Los procesos de comunicación entre el terrorista (u organización terrorista), las víctimas (o amenazados) y los objetivos principales son usados para manipular a estos objetivos o audiencias principales, y convertirlos en blancos del terror, de exigencias o de atención, según se busque su intimidación, su coacción o la propaganda”.

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Según esta definición, la bomba en el Casino de la Superintendencia Federal fue un acto de terrorismo: los veintitrés muertos resultaron el “objetivo inmediato de la violencia”, pero no “el objetivo final”; fueron utilizados para generar un mensaje por el cual Montoneros buscaba hacerse visible, intimidar y coaccionar a una audiencia mucho más amplia, desde sus enemigos militares y policiales a la sociedad en general.

Así lo reconocieron tanto el jefe Militar de Montoneros, Horacio Mendizábal, como el número dos de la cúpula guerrillera, Roberto Perdía, quienes argumentaron, cada uno por su lado, que el objetivo del atentado era “parar la represión ilegal”.

Solo que la reacción de la Policía y de la dictadura fue otra, muy distinta: la represión se hizo más feroz y la venganza incluyó, por ejemplo, el asesinato de cinco religiosos palotinos en el barrio de Belgrano. También, el despido del flamante jefe policial, el general Arturo Corbetta, el último general “legalista”.

Corbetta fue todo un personaje: también era abogado, un liberal que pensaba que la represión a la guerrilla debía hacerse con el Código Penal en la mano, respetando los derechos de los detenidos. Amigo de artistas como el actor Emilio Alfaro y de personajes como Horacio Rodríguez Larreta padre, salvó la vida de varias personas, desde el peronista Juan Carlos Dante Gullo al actor Luis Brandoni.

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Uno de sus adversarios en el Ejército, el general Albano Harguindeguy, ministro del Interior, aprovechó el atentado para echar a Corbetta.

Curiosamente, o no tanto, Montoneros celebró el desplazamiento de Corbetta.

Dentro del paradigma, todavía dominante sobre los 70, es complicado aceptar que la voladura del comedor fue un acto terrorista porque supondría admitir que los buenos también hacían cosas malas. Lo mejor es no ocuparse del tema. Y más cuando ese atentado involucra de lleno al prestigioso periodista y escritor Rodolfo Walsh, el hombre clave del servicio de Inteligencia e Informaciones de Montoneros, un personaje de culto para tantos intelectuales y políticos.

Es que la Historia tiene sus usos y no solo en nuestro país. “La Historia es una disciplina con una gran capacidad para ‘recordar’. Pocos ‘recuerdan’, sin embargo, cuánto ella es capaz de ‘olvidar’”, señaló Lilia Moritz Schwarcz, antropóloga e historiadora de Brasil, donde también andan con problemas crónicas para recordar todo lo que pasó; tienden a olvidar ciertas cosas, a elaborar una memoria incompleta, editada.

En un artículo para el diario O Globo publicado el 16 de febrero de 2019, Moritz Schwarcz citó una de las frases más conocidas del mordaz, humorista, diseñador, escritor, poeta y periodista Millor Fernandes: “Brasil tiene un enorme pasado por delante”, para señar que la rutina de ocultar hechos del pasado conduce a un futuro donde se repiten los mismos fracasos.

Millor Fernandes bien podría haber sido argentino.

*Periodista y escritor, autor del libroMasacre en el comedor.