Jorge Mario Bergoglio murió fiel a sus principios, conduciendo la Iglesia católica hasta último momento, mientras enfrentaba el deterioro de un cuerpo que ya no lo sostenía. Con pericia, inteligencia y mucha sutileza, soportó la pesada carga del papado gracias a una vocación impetuosa, pero también desoladora.
Un hombre imbuido por una profunda religiosidad y espiritualidad, que esgrimió la política con conocimiento y perspicacia, para herir lo menos posible a los destinatarios de sus estocadas.
Su vida fue notable, si se tiene en cuenta que el jefe de la poderosa Iglesia católica nació en una modesta casa de Flores, donde no sobraba nada. De chico palpó la humildad de un hogar de inmigrantes italianos. Su padre, Mario, piamontés, era empleado ferroviario. Su madre, Regina Sivori, ordenaba la casa como podía, con cinco hijos que disputaban su atención.

Bergoglio era aficionado a los deportes, especialmente el fútbol y el básquet, que practicó en la secundaria, en la ENET N° 27 Hipólito Yrigoyen. De allí se llevó el título de técnico químico.
Su vocación se despertó temprano, a los 17 años, influido, afirman, por su abuela y las monjas del jardín de infantes. El perfil religioso se lo dieron los jesuitas, cuando ingresó al seminario diocesano de Villa Devoto. Ahí también se desarrollaron algunas características personales que lo definieron a lo largo de su vida, como el sentido de la austeridad, del orden y la cercanía con los sectores humildes. Incluso lo dejó claro al asumir el trono de San Pedro, al usar los viejos zapatos del arzobispado.
Era un hombre culto, con una marcada inclinación intelectual, algo que prefería disimular en las entrevistas. Estudió Filosofía y Teología, y aprendió varios idiomas. Fue un docente rígido, pero muy apreciado por sus alumnos. Enseñó Literatura y Psicología, sin descuidar su formación espiritual.
Por esa época tuvo una afección que le dejó secuelas físicas y condicionó su organismo. A los 21 años sufrió una severa neumonía y le extirparon parte del pulmón derecho.
En su carrera religiosa, el gran salto lo dio de la mano del controvertido y conservador cardenal Antonio Quarracino, arzobispo de Buenos Aires, según cuenta Evangelina Himitián, autora de la primera biografía del Pontífice publicada tras su elección.
Fue algo fortuito, y también llamativo, porque ambos tenían personalidades marcadamente diferentes. Quarracino conoció a Bergoglio en un retiro espiritual en Córdoba, a fines de los 80, y quedó asombrado por la personalidad del jesuita. Vio en él lo que otros no percibían: las cualidades necesarias para manejar la difícil estructura eclesiástica.

Rápidamente lo convirtió en su hombre de confianza y lo catapultó dentro de la Iglesia argentina. Cuando murió Quarracino, Bergoglio ya era una figura y ocupó su cargo en el Arzobispado. Allí mostró la cintura que tenía para manejarse en dos planos: lo espiritual y lo político.
Como arzobispo impulsó un servicio religioso cercano a los sectores humildes, con una Iglesia abierta e inquieta, sin perder cierto conservadurismo clásico.
El segundo gran salto se produjo en febrero de 2001, cuando el entonces papa, Juan Pablo II, lo convirtió en cardenal. A partir de allí su carrera fue en ascenso, pero siempre gracias a su habilidad para el manejo de la doctrina y a una personalidad potente.
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Su figura cobró dimensión internacional al conducir la Conferencia Episcopal Argentina, desde donde supo transmitir la esencia de los problemas latinoamericanos, que no son tan diferentes a los de otras latitudes, especialmente a los países de Asia y África.
Cuando Benedicto XVI renunció al pontificado y se realizó el cónclave para elegir sucesor, el 13 de marzo de 2013, Bergoglio era una personalidad con todas las cualidades necesarias para ejercer el cargo. Claro que fue una sorpresa para el mundo, pero no tanto para el mundillo vaticano.
El nombramiento fue un shock para la Argentina, dividida y polarizada, que hizo brotar algunos rencores. Resurgieron las denuncias de Horacio Verbitsky, que en 1999 lo había acusado de ser una especie de informante de la dictadura militar sobre los curas que se oponían a ella. Duró poco. Todo fue desmentido por figuras públicas, como el Premio Nobel Adolfo Pérez Esquivel y por organismos de derechos humanos.

Pero lo que eliminó de plano ese intento de operar sobre Bergoglio fue la simpatía que el kirchnerismo, tras su desconcierto inicial, mostró por el nuevo Papa. El gobierno de Cristina Kirchner olvidó viejos enconos y se alineó abiertamente con Bergoglio, capitalizando el júbilo y la alegría de tener un Papa argentino. Pesaron en él entonces su fe católica y, por qué no, el cálculo político.
Como pontífice, Bergoglio lanzó dardos hacia las políticas antipopulares en la Argentina, cuidándose de no quedar vinculado a ningún sector. El peronismo, y en particular el kirchnerismo, quiso mostrarlo como un referente propio, algo que él siempre evitó, manteniendo las distancias con delicadeza.
Incluso sectores conservadores lo tildaron de “peronista”. Pero el Pontífice se encargó de aclarar en todas las entrevistas posibles que solo era partidario de los más humildes.
Recibió a casi todos los políticos y sindicalistas que se desesperaban por visitarlo, encuentros donde el desagrado del Papa solo se expresaba en la duración del diálogo o en las expresiones de su rostro.
La decisión de no venir a la Argentina —pese a que estuvo en Brasil— fue un hecho disonante del que nunca se supo el verdadero trasfondo y generó desazón entre los fieles. La versión oficial era que no quería que su presencia avalara a ningún gobierno.
En el Vaticano tuvo dos vertientes. Una, la eclesiástica, donde hizo reformas importantes pese a la oposición interna de los sectores ultraconservadores, que le hicieron la guerra. Les dio mayor presencia a las mujeres y pidió perdón por los aberrantes abusos de curas en el pasado. Fue más complaciente que otros pontífices con los gays, aunque sin definiciones claras.

En temas políticos internacionales fue fluctuante, con aciertos y desaciertos. Defendió con firmeza a los inmigrantes y reclamó a los países desarrollados que aplicaran políticas más humanas, al tiempo que despotricó contra el capitalismo salvaje.
Impulsó el acercamiento del régimen cubano con el gobierno del estadounidense Barack Obama, pero en cambio fracasó en su intento de lograr una solución al conflicto en Venezuela. En Cuba, Francisco dijo una frase que hoy suena con más fuerza: “El mundo necesita reconciliación en esta atmósfera de tercera guerra mundial”.
Otro traspié se produjo cuando buscó encauzar el diálogo entre Moscú y Kiev luego de la invasión de Rusia a Ucrania. Sus palabras, acusando a ambos de la crisis cuando en realidad la guerra fue producto de la invasión rusa, no fueron bien recibidas a nivel internacional.
Estos hechos mostraron que tal vez el peso de la Iglesia católica, y el humanismo en su esencia, se diluye entre tanta polarización y convulsión.
Lo cierto es que Bergoglio, ese humilde hijo de inmigrantes de Flores, será recordado por un pontificado que de alguna manera representó un cambio de paradigma en el Vaticano: en estos doce años, el poder de la Iglesia se trasladó de Europa a Latinoamérica, en un giro inédito para los católicos.