Una apoteosis involucra un proceso de transformación de la naturaleza humana en divina. La muerte de Beatriz Sarlo nos enfrenta a la potencia de su ausencia. Nosotras, quienes crecimos bajo su influjo, elegimos seguir preguntándole cosas, como se hace con las divinidades tutelares.
¿Qué agregar sobre Beatriz y su conocimiento inmenso de la cultura argentina (desde la gauchesca hasta las marchas de piqueteros durante el gobierno de Alberto Fernández)?
Yo quisiera empezar por acá: el lugar donde Beatriz brilló con más entusiasmo personal y con mayor irradiación de efectos fue la Facultad de Filosofía y Letras, que la maltrató sistemáticamente. Allí dio sus cursos, dirigió tesis, formó docentes e investigadores y despertó la antipatía mezquina de la institución.
Beatriz era muy enfática en sus juicios y tenía gustos (para mí) extravagantes. De sus muchos análisis (por razones incomprensibles, sus colegas le negaban ese talento) yo recuerdo particularmente el del cuento de Cortázar “La noche boca arriba”, que nunca hubiera podido leer desde esa perspectiva por mi mismo (no lo reproduzco: está en Literatura / Sociedad, búsquenlo). Con una beca que le dio no sé quién ensayó algo inédito: leer un corpus enorme de literatura sentimental como se leen los monumentos literarios (porque esas ficciones habían cumplido un papel decisivo en la formación de públicos y de hábitos). No sólo se trataba de correrse del lugar de “mandarinato” para examinar los bordes mismos de lo canónico, sino también de proponer un análisis “cuantitativo” que no tenía antecedentes ni herramientas, por entonces. Eso se lee en El imperio de los sentimientos, que es también un homenaje a Roland Barthes, a quien admiraba tanto como cualquier otra profesora argentina.
Murió Beatriz Sarlo, ensayista y columnista de PERFIL, a los 82 años
Beatriz militaba en muchas causas perdidas, sobre todo porque detestaba el sentido común que, cada vez más, domina el mundo intelectual y periodístico (“sentido común” en el sentido de enunciados sin potencia y casi sin significado que se pronuncian por mera pulsión repetitiva, y que integran la nube hedionda de “boludeces” con las que estamos condenados a vivir). Hace muchos, muchos años, me confesó que ella siempre se había equivocado políticamente. Era una constatación dolorosa porque para ella la política era una capa esencial de su vida: no solo un interés, sino algo que organizaba su experiencia.
Tituló No entender a la autobiografía que alcanzó terminar justo antes de su último suspiro.
Yo le alabé ese título porque me parecía (más allá de su justeza, que habría que poner en entredicho) que es la mejor manera de evaluar la propia vida: no como un camino recto hacia la propia consagración, no como una serie de pasos que prefiguran los grandes movimientos por las que se recordará a alguien, sino por los pasos mal dados, por el tiempo perdido, por las hipótesis desencaminadas y las confusiones.
En los últimos años, se había convertido en un personaje público al que le preguntaban su opinión sobre cualquier cosa. Como los trabajos son los trabajos, Beatriz no se negaba a esas requisitorias y las transformaba en episodios de rigor intelectual.
Las cacatúas universitarias negaban con la cabeza, porque les parecía que con esas intervenciones se “rebajaba” a niveles que no se correspondían con la autoridad que da el magisterio. Los mayores ataques los recibió cuando escribió para la revista Viva, adoptando un registro que, cuando publicó esas columnas dominicales como libro, algunos empezaron a entender como el gesto vanguardista que había representado.
No se puede resumir todo el trabajo de Beatriz y el conjunto de saberes que manejaba (algunos de los cuales puso en crisis) en cuatro palabras. Tampoco tiene mucho sentido llorarla y nada más. Ahora hay que establecer su archivo, examinar las marcas en los libros de su biblioteca, reconstruir la marcha de un pensamiento que fue siempre un estímulo para nosotras, estuviéramos o no de acuerdo con ella.
Le gustaba firmar los correos que me mandaba como Tante. En una ocasión, en las vísperas de un viaje suyo a Viena, le pedí que participara virtualmente de un coloquio. “Nunca hice nada por zoom. Es la total pérdida del aura. Con la poca aura que se tiene, es quedar a oscuras y ya es bastante la propia oscuridad”.
Como se ve, más allá del título de su autobiografía, Beatriz algo entiende, todavía.
LT