“Nunca estuve afiliado al partido peronista, ni siquiera fui militante o simpatizante del peronismo. Afirmar eso es una mentira”, decía el papa Francisco citado en el libro de entrevistas El pastor, de Sergio Rubin y Francesca Ambrogetti, publicado en 2023. Sin embargo, desafiante, Jorge Bergoglio agregó: “En la hipótesis de tener una concepción peronista de la política, ¿qué tendría de malo?”.
En total, una respuesta adecuada, gambeteadora, de un líder que fue tanto político como religioso, de un máximo funcionario de la Iglesia que, al igual que Juan Pablo II en Polonia, nunca dejó de jugar en la primera división de su país natal y ni siquiera de su continente. Bergoglio fue siempre un animal político y, en Argentina, los animales políticos son peronistas o antiperonistas, no hay otras especies.
Durante su carrera local, que lo llevó hasta el ansiado escalón de arzobispo de Buenos Aires (entre febrero de 1998 y marzo de 2013, cuando pasó a la Serie A de la liga vaticana nada menos que como papa), las actividades, piruetas y travesuras políticas de Bergoglio fueron alimento de la prensa política doméstica, que rápidamente detectó su veta jesuita cuasi progresista, popular y nacional.

El sucesor de Antonio Quarracino —escribía en agosto de 2001 en la extinta revista Trespuntos el periodista Hernán Brienza— había llegado a la cumbre de la Iglesia católica en Argentina como líder de una “carga” contra el modelo de derecha que impulsaba a los tropezones el entonces presidente, Fernando de la Rúa (eyectado del poder pocos meses después, en diciembre del mismo año del artículo).
Según explicaba en aquel momento Brienza, el nuevo arzobispo era un “exsimpatizante de la Guardia de Hierro” que “abrazó la Teología de la Cultura en vez de la de la Liberación”. Apenas estrenado con la sotana de arzobispo, el futuro Francisco estaba en 2001, de acuerdo con la nota de Trespuntos, “convencido de su misión: condenar el modelo neoliberal a la hoguera y reemplazarlo por lo que cree el Reino en la Tierra”, un “proyecto en el cual los sectores productivos reconciliados —empresarios y trabajadores— hagan frente al capital financiero, una reformulación de lo que en algún momento pareció haber logrado, según su visión ideológica, el peronismo histórico”.
El artículo de Brienza ya anunciaba el argumento central de la breve, pero recordada embestida inicial del kirchnerismo contra Bergoglio, cuando fue elegido obispo de Roma y dueño de la sotana blanca el 13 de marzo de 2013. Primero, su origen en las antípodas, porque había sido “simpatizante de Guardia de Hierro cuando estudiaba a fines de los 70 en el Colegio Máximo San José, de San Miguel” y prefirió la Teología de la Cultura, que “hace pie en la diferenciación del ser nacional frente al latinoamericano”.
Peor todavía, seguía en agosto de 2001 el autor del artículo sobre Bergoglio, “pesa la acusación de haber denunciado en la última dictadura militar a los seminaristas jesuitas Orlando Yorio y Francisco Jálics y de haberse reunido” con el temible Emilio Massera, miembro de la Junta y peligroso coqueteador del peronismo.
“Bergoglio asegura que eso nunca ocurrió y que tiene en su poder dos cartas certificadas por escribano en las que consta que les ofreció a los estudiantes su propia casa para guarecerse”, reconocía Brienza. “Pero, al mismo tiempo —matizaba—, le dice a quien quiera escucharlo que él espera que le perdonen ‘los errores cometidos, si los hubo’”.
Aquella versión sobre una supuesta cercanía de Bergoglio (todavía marcado por sus simpatías por Guardia de Hierro) con los militares fue reflotada luego por el periodista Horacio Verbitsky en un libro de 2005, El silencio, sobre las relaciones de la Iglesia católica con la dictadura y, oportunamente, cuando fue consagrado papa.

Pero, como ocurrió con muchos otros potenciales enemigos políticos del kirchnerismo, la conexión entre Bergoglio y esa nueva versión del peronismo llegada desde Santa Cruz se reseteó de alguna manera.
En El papa peronista. Historia secreta de cómo Francisco opera en el día a día de la política argentina, publicado en 2019, el periodista Ignacio Zuleta repasaba la renovada relación de Bergoglio con el mando peronista. Porque, se sabe, el peronismo es verticalista y para un peronista no hay nada mejor que otro peronista.
A pesar de estar navegando las aguas de la Alta Historia en el Vaticano, el libro da a entender que a Bergoglio le gustaba seguir influyendo en la política local argentina. Desarrollando contactos con personajes políticos de diversos niveles y con una destreza que envidiaban muchos dirigentes locales, el papa Francisco quedó “convencido de que ayudó a que Cristina terminase su mandato presidencial”, escribió Zuleta.
Galería de fotos: Los argentinos le dan su último adiós al Papa Francisco
De hecho, aseguró el autor, durante la casi legendaria reunión de más de dos horas entre la presidenta y el Papa en la Residencia Santa Marta, en el Vaticano, en marzo de 2014, Bergoglio “actuó ante ella como cura y la hizo llorar”, casi todo el tiempo que duró el encuentro. “Entró a lo más profundo de su alma y percibió, según quienes tuvieron conocimiento de primera mano de esa reunión, el estado psicológico de la presidenta”. Aquella “confesión no fue sobre política, sino sobre su situación personal interior, la viudez, la soledad. No hay fotos de la salida de esa reunión, porque se quiso evitar mostrar su estado de ánimo. Cristina recién habló días más tarde”, describe el libro El papa peronista.
Según aquella investigación, eso “estableció un tipo de relación que duró hasta el final de su mandato, a través de conversaciones directas y de emisarios”. En otros capítulos se señala que ese alineamiento de intereses entre Bergoglio y Cristina Kirchner continuó durante el gobierno de Mauricio Macri. De cuyo gobierno alternaba con Gabriela Michetti, “que se confesaba con el futuro pontífice”, Esteban Bullrich, “que creía que Francisco era un santo que producía milagros que él podía probar”, María Eugenia Vidal y Carolina Stanley.
Y si los proyectiles sobre Macri son fáciles de entender, más lo son los misiles que lanzó contra el presidente Javier Milei, quien —al parecer— se convirtió en la razón/excusa central para mantener su decisión de no volver a la Argentina.
Cómodo para siempre en su vocación peronista, el papa Francisco eligió nunca más venir a la Argentina. Sin embargo, como pontífice viajó a Brasil, Bolivia, Paraguay y Chile, pero evitó escrupulosamente el territorio de su país.