Después de décadas de recuperación de las normas elementales para la convivencia ciudadana, de alternancia política, de haber atravesado casi un abismo social en el 2001, cabría preguntarnos qué imagen de la democracia es la que perciben los sectores más postergados de nuestro país.
Es muy difícil encontrar una explicación valedera para que, con 35 años de vigencia de la democracia, nos encontremos con un tercio de la población argentina sumergida en la pobreza.
Año tras año se acumulan los planes económicos; año tras año aparecen los eslóganes de campaña. Detrás de cada campaña hay una promesa incumplida, detrás de cada promesa incumplida hay mayor sufrimiento.
Deberíamos preguntarnos si el voto, la libertad de elegir y ser elegido, la vigencia de las normas constitucionales y de los partidos políticos, son suficientes para resolver el drama profundo del país. Cabría preguntarse si la democracia es un camino al servicio de los pobres o si, para millones de compatriotas, se reducirá a una palabra vacía de contenido.
Que se entienda bien: no estoy renegando del sistema democrático. Como gran cantidad de compañeros del sindicalismo, pertenezco a una generación que ha sufrido en carne propia las consecuencias de las horas más duras de la dictadura militar. Pero algo debemos estar haciendo mal los argentinos –todos, los que elegimos, los que son elegidos, los políticos, los empresarios, los sindicalistas–, para que, en democracia, tengamos semejante acumulación de desigualdad. Esta es la gran deuda política con los más pobres.
Una matriz diabólica. Por lo general se habla de la necesidad de “combatir la pobreza”. Quizás haya que dar vuelta esa consigna. Porque tal vez en la Argentina y en el mundo, el problema sean los ricos, y no los pobres. O, mejor dicho, el verdadero problema es la brutal desigualdad social que padecemos.
Si miramos esto a escala global, veremos que es una verdad incontrastable. El 10% de la población mundial, que vive en los países centrales, consume el 80% de los recursos del planeta. Uno solo de esos países, Estados Unidos, representa apenas el 5% de los habitantes de la Tierra y controla el 25% de esos recursos, en su mayoría ubicados geográficamente en los países periféricos, como los latinoamericanos. Las trasnacionales acumulan año tras año enormes ganancias, en una concentración de riqueza cuya contracara son 1.200 millones de personas que no saben si van a comer cada día, que no tienen agua potable, que se mueren porque no disponen de vacunas, que padecen condiciones de hambre y miseria, en la más completa exclusión y marginalidad.
Esos son solo algunos datos que muestran la realidad de un sistema socioeconómico que se replica en mayor o menor medida al interior de cada país. Es una matriz diabólica, generadora de pobreza, en un extremo, y de desmedida acumulación de riqueza, en el otro.
Es el mismo paradigma que viene denunciando y condenando la Doctrina Social de la Iglesia desde el Concilio Vaticano II y la Conferencia General del Episcopado Latinoamericano reunida en Medellín, de la que en septiembre se cumplirá medio siglo.
Es esa estructura económica y social cuyo garante es el Fondo Monetario Internacional, la que promueve deudas y condiciones durísimas a los pueblos y las naciones. Es el mismo FMI al que hoy el Gobierno nos ata una vez más, lo que solo pronostica mayores penurias. Sus “programas de ajuste” ya en la década de 1970 generaban la preocupación del Consejo Pontificio de Justicia y Paz, reclamando una consideración ética de la deuda internacional… Los argentinos podemos dar fe de que su aplicación destruye la comunidad y va en contra de toda ética.
A esa matriz diabólica el papa Juan Pablo II la llamó “capitalismo salvaje”, y es el origen de la “cultura del descarte” denunciada por el papa Francisco.
Si no recordamos esas enseñanzas, si no encaramos ya una reconstrucción del tejido social, basada en recuperar los valores de la solidaridad, del amor al prójimo, del convencimiento de ser parte de una misma sociedad y habitantes de una casa común, seguiremos errando el camino, sometidos a la incertidumbre sobre cuál será nuestro futuro.
En este sentido, el pensador polaco Zygmunt Bauman decía: “La incertidumbre en que vivimos se debe, entre otras transformaciones, a la separación del poder y la política, el debilitamiento de los sistemas de seguridad que protegían al individuo, o la renuncia al pensamiento y a la planificación a largo plazo: el olvido se presenta como condición del éxito”.
Nuestra historia reciente. En nuestro país, la aplicación de esa matriz diabólica tiene su origen en la última dictadura y el plan de Martínez de Hoz, aunque tuvo un antecedente que también conviene recordar. Me refiero al “Rodrigazo” de 1975, al que los trabajadores argentinos, con la CGT a la cabeza, enfrentamos hasta expulsar, no solo al ministro Rodrigo sino a su jefe, López Rega.
El golpe de 1976, con su terrorismo de Estado, impulsó ese “modelo” basado en la desigualdad, que luego terminaron de implantar gobiernos elegidos por la ciudadanía, traicionando todas sus promesas de campaña. A partir de entonces, la desocupación no solo pegó un salto exponencial, sino que se convirtió en estructural, destruyendo sistemáticamente el empleo estable, socavando derechos y conquistas históricas, imponiendo la precarización, “informalidad”, “desregulación” y demás nombres que se usan para verduguear al pueblo trabajador al punto de no saber si podremos ganarnos el pan con el sudor de nuestras frentes.
Es lo que en la década de los 80 empezó a llamarse “neoliberalismo”, pero al que por desgracia contribuyen también quienes, aunque dicen rechazarlo, reducen a márgenes muy estrechos los cambios necesarios. Aplicando lo que parece un “posibilismo” de muy corto vuelo, han permitido ciertos logros, valorables desde ya, pero sin modificar la estructura de esa matriz diabólica. Trabajan sobre las consecuencias y no sobre las causas, y así los males se siguen regenerando. Un simple ejemplo creo que alcanza para comprobarlo: desde 1976 hasta la fecha, las grandes corporaciones financieras más concentradas han sido y son las que mayores ganancias han obtenido en nuestro país, sin importar el tipo de gobierno ni el partido que lo haya ejercido.
Esa matriz que genera pobreza, exclusión, marginalidad, tiene su centro en el ataque permanente al trabajo y a los trabajadores, creadores de la riqueza. Que lo digan, si no, los cuatro millones de compañeras y compañeros asalariados “no registrados”, que no están amparados por un convenio en sus condiciones laborales ni cuentan con aportes previsionales ni cobertura médica y social. También afecta a quienes tienen un empleo registrado, con salarios depreciados por la inflación, golpea salvajemente a nuestros jubilados y pensionados, víctimas del doble saqueo que significa, por un lado, la perversa modificación del ajuste de sus haberes, y por el otro, el continuo recorte de los servicios que debe proveerles el PAMI. A ellos hay que sumar a la gran mayoría de quienes para las estadísticas oficiales son pequeños monotributistas, y los millones de compañeras y compañeros de la economía popular, desocupados y cuentapropistas que, por lo general, son los más agredidos.
Clientelismo, exclusión y desigualdad. Esa agresión despiadada incurre, además, en una serie de falacias desde los medios y opinadores adictos a la doble moral. Es lo que suele ocurrir cada vez que se habla de clientelismo político, con términos agraviantes para muchos compatriotas a los que no les dejan otro remedio que acudir a sus redes.
Una primera falsedad que se repite sobre este tema es atribuir el origen de los mecanismos clientelares al peronismo, como si los punteros políticos no existiesen desde la época de los conservadores de hace más de un siglo. Sin remontarnos tan lejos, recordemos que el Plan Alimentario Nacional, creado por el gobierno del doctor Alfonsín cuando se restableció la democracia, era implementado a través de los comités partidarios. ¿O es que allí no se organizaba la entrega de las famosas “cajas PAN”?
Otra falacia sobre el clientelismo es ver el problema como un mero mecanismo de corrupción, sin comprender que en las condiciones de pobreza estructural que padecemos, muchas veces el puntero es la única persona a la que pueden recurrir los habitantes de las barriadas. El padre Rodrigo Zarazaga, en un profundo estudio del tema, dice que “el puntero es el rostro del Estado ante los pobres” o, al menos, el mediador ante el Estado, y en muchas ocasiones resulta un agente de contención social.
No estoy justificando el clientelismo. Solo digo que si queremos cambiar la realidad, tenemos que saber cómo funciona. En todo caso, y acá es donde más se ve la doble vara con que se pretende medir las cosas, no olvidemos que la más tremenda y costosa corrupción es la que se da en ese “clientelismo vip” de las altas esferas de la economía y la política. Aquí no es el puntero que da una mano al necesitado, a cambio del voto o de que concurra a un acto, sino el político que busca al poderoso económico para que le financie su campaña, a cambio de otorgarle beneficios que salen del bolsillo de todos los argentinos. Este clientelismo al revés existe en todo el mundo. No hay presidente norteamericano que haya llegado al gobierno de otro modo en el último siglo y medio. Allá lo llaman “lobby”, y hasta está institucionalizado. En la Argentina gobernada por los CEOs de grandes empresas, a veces los límites se vuelven borrosos, porque el poder económico y el funcionario resultan la misma persona, o son parientes cercanos.
De muestra, tenemos toda la política actual para los combustibles, el negocio agroexportador y el inmenso saqueo de los fondos públicos que van a pagar la “timba” financiera y cambiaria, en lugar de destinarse a remediar las penurias. Lo dicen las cifras oficiales: en 2017, solamente por intereses de las famosas Lebac, el Banco Central pagó, de nuestro bolsillo, no menos de 180 mil millones de pesos. Son tres años de todo lo pagado por la Anses en concepto de Asignación Universal por Hijo.
Y no escuché a ningún periodista hablar de estos “lebacplaneros” que de una mordida se engullen los fondos públicos que faltan para las escuelas, los hospitales, las salitas de salud, los comedores populares, los jubilados o poner en funcionamiento el aparato productivo del país.
Recuperar el sentido de Justicia. Se trata de recuperar una mayor equidad social, que nuestro país conoció y que fue un valor esencial de los documentos de la Conferencia Episcopal de Medellín de hace cincuenta años. Ese mismo 1968, en el que empecé a trabajar en mi oficio,
estuvo marcado también por otros hechos; algunos de ellos, muy trágicos, como los asesinatos en Estados Unidos del pastor de la Iglesia Bautista Martin Luther King, luchador por la igualdad de derechos y por la paz, y de Robert Kennedy, que de no mediar ese crimen hubiera sido presidente de su país.
Quisiera recordar, porque vienen a cuento, las palabras que Robert Kennedy improvisó, citando de memoria al griego Esquilo, cuando se enteró de la muerte del reverendo King: “Lo que necesitamos no es división, no es odio, no es violencia o anarquía. Lo que necesitamos es amor, sabiduría y compasión hacia los demás, y un sentimiento de Justicia para los que sufren en nuestro país”.
*Secretario general de la CGT.